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Los análisis metalúrgicos que Richman había realizado sobre los tornillos revelaban unas fracturas microscópicas del grosor de un hilo de telaraña, lo cual confirmaba a todas luces que el cuerpo de Cordell también había sido sometido a una congelación extrema a temperaturas que se aproximaban al cero absoluto, al igual que la cabeza de John Doe.

– ¿Por qué? -preguntó McVey.

– Sin duda todo eso forma parte de la pregunta -dijo Richman, y abrió la puerta del diminuto laboratorio. Allí dentro habían observado las diapositivas comparadas de los tornillos en el cadáver de Cordell y las fallas de la placa metálica en la cabeza de John Doe. Richman los condujo por un pasillo de paredes amarillas verdosas hasta su despacho.

Stephen Richman bordeaba los sesenta, era de mediana estatura pero tenía la corpulencia que se adquiere con el trabajo físico a temprana edad.

– Perdonen el desorden -dijo al abrir la puerta de su despacho-. No estaba preparado para acoger una partida de póquer.

Su lugar de trabajo era algo más espacioso que un armario, la mitad de la habitación de McVey en el hotel. Sobre montones de libros, periódicos, correspondencia, cajas de cartón y pilas de casetes de vídeos, se equilibraban docenas de frascos donde flotaban órganos de quién sabe cuántas especies, hasta tres o cuatro por frasco. Entre toda aquella amalgama de objetos había una ventana, la mesa de trabajo y la silla de Richman. Otras dos sillas estaban sepultadas bajo pilas de libros y carpetas que Richman no tardó en poner a un lado para hacer sitio a sus visitas. McVey dijo que permanecería de pie pero Richman dijo que por ningún motivo y desapareció en busca de una tercera silla. Quince largos minutos más tarde reapareció tirando de una silla de secretaria a la que le faltaba una rueda, rescatada de un almacén en el sótano.

– La pregunta, inspector McVey -dijo Richman, cuando todos estuvieron sentados respondiendo a la pregunta hecha por McVey casi media hora antes como si la hubiera formulado entonces-, no es tanto «por qué» sino «cómo».

– ¿Qué quiere decir? -inquirió McVey.

– Quiere decir que estamos hablando de tejidos humanos -respondió Michaels, como dándolo por sentado-. Los experimentos con temperaturas que se aproximan al cero absoluto se llevan a cabo fundamentalmente con sales y algunos metales como el cobre. -De pronto se percató de que estaba cometiendo una falta de cortesía-. Perdón, doctor Richman -se excusó-. No tenía la intención de…

– No tiene importancia, doctor -sonrió Richman, y luego miró a McVey y al comandante Noble-. Lo que deben comprender es que todo esto se presta a mucha mixtificación en la ciencia. Sin embargo, lo esencial es que la tercera ley de termodinámica dice básicamente que la ciencia no puede alcanzar jamás el cero absoluto porque, entre otras cosas, daría lugar a un estado de orden perfecto. Un orden atómico.

Noble tenía una expresión vacía, al igual que McVey.

– Todos los átomos están compuestos de electrones que giran en torno a un núcleo compuesto de protones y neutrones. Lo que sucede cuando las sustancias se enfrían es que disminuye el movimiento normal de estos átomos y de sus partes. A menor temperatura, menor movimiento. Ahora bien, si concentramos críticamente un imán externo sobre estos átomos que se mueven a poca velocidad, crearíamos un campo magnético donde se podrían manipular los átomos y sus partes y hacer prácticamente lo que quisiéramos. En términos teóricos, si se alcanza el cero absoluto, podríamos hacer no prácticamente, sino exactamente lo que quisiéramos porque se habría detenido toda actividad.

– Eso nos lleva otra vez a la pregunta de McVey -dijo Noble-. ¿Por qué? ¿Por qué congelar cuerpos decapitados y una cabeza hasta ese grado, suponiendo que se pudiera alcanzar esa temperatura?

– Para unirlos -respondió Richman, sin un asomo de emoción en la voz.

– ¿Para unirlos? -preguntó Noble, incrédulo.

– Es la única razón que se me ocurriría dar, en principio -dijo Richman.

McVey se rascó la oreja y miró por la ventana. La mañana resplandecía de sol. En contraste, el despacho de Richman parecía un cajón con olor a cerrado. Se volvió en la silla y se encontró cara a cara con el cerebro de un gato maltes suspendido en algún tipo de líquido conservante. Miró a Richman.

– Está usted hablando de cirugía atómica, ¿no es así?

Richman sonrió.

– Algo por el estilo. Para decirlo en términos sencillos, a cero absoluto bajo la aplicación de un campo magnético potente, todas las partículas atómicas estarían perfectamente alineadas y bajo control absoluto. Si lográsemos eso se podría practicar una criocirugía atómica. Una microcirugía inconcebible.

– Si pudiera usted explayarse un poco, por favor -pidió Noble.

A Richman se le encendieron los ojos y McVey casi pudo palpar el aumento de su ritmo cardíaco. La idea de lo que estaba explicando lo entusiasmaba enormemente.

– Lo que significa, comandante, suponiendo que se pudiera congelar un cuerpo a esa temperatura y operarlo y luego descongelarlo sin provocar ningún daño en los tejidos, es que podríamos conectar los átomos. Se crearía un enlace químico de modo que dos átomos compartieran un mismo electrón. Sería una sutura sin puntos, una sutura perfecta, si se quiere, tal como lo habría creado la naturaleza, como crecería un árbol.

– ¿Hay alguien que esté intentando hacer eso? -preguntó McVey, en voz baja.

– Eso es imposible -intervino Noble.

– ¿Por qué? -preguntó McVey, con la mirada fija en él.

– Debido al principio de Heisenberg. Si usted me lo permite, doctor Richman -preguntó Michaels. Richman asintió con un gesto de cabeza y el joven patólogo se volvió hacia McVey. Por algún motivo quería darle a entender al americano que conocía su oficio y que sabía de qué hablaba. Era algo importante para la investigación. Y, más allá de eso, era su manera de demostrar y a la vez exigir cierto respeto.

– Es un principio de la mecánica cuántica según el cual es imposible medir dos propiedades de un objeto cuántico, digamos, un átomo o una molécula, al mismo tiempo con precisión infinita. Podemos medir uno o el otro pero no ambos. Se puede determinar la velocidad y dirección de un átomo pero no se podría, a la vez, decir precisamente dónde se encuentra.

– ¿Se podría lograr con una temperatura de cero absoluto? -McVey le estaba dando de las suyas.

– Evidentemente. Porque en el cero absoluto todo se habría detenido.

– Inspector McVey -interrumpió Richman-. Es posible alcanzar temperaturas de menos de una millonésima de grado sobre el cero absoluto. Se ha logrado. El concepto de cero absoluto es precisamente eso, nada más que un concepto. No se puede lograr. Es imposible.

– Mi pregunta, doctor, no es si se puede lograr o no. Yo he preguntado si alguien intentaba lograrlo. -Había cierto tono desagradable en la manera de hablar de McVey. Ya le habían hablado lo suficiente de la teoría y ahora quería hechos. Miraba a Richman esperando una respuesta.

Noble pensó que aquél era un aspecto del policía de Los Ángeles que no conocía y entendió por qué McVey se había ganado su reputación.

– Inspector McVey, hasta ahora hemos demostrado que un cuerpo decapitado y una cabeza han sido congelados. Por las radiografías sabemos que sólo dos de los otros seis cuerpos tienen componentes metálicos. Cuando hayamos analizado esos metales podremos tener una opinión más concluyente.

– ¿Qué le dice su intuición, doctor?

– Mi intuición no tiene nada que ver con esto. Aun así, me atrevería a decir que estamos ante un caso de intentos fallidos para practicar una criocirugía muy sofisticada.

– La cabeza de una persona fundida con el cuerpo de otra.

Richman asintió con la cabeza.

Noble miró a McVey.

– ¿Alguien está intentando crear un Frankenstein de los tiempos modernos?

– Frankenstein fue creado con varios cuerpos muertos -aseveró Michaels.

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