Bebió un sorbo de té frío y miró hacia la bahía. Al cabo de una hora, Vera estaría en el tren rumbo a Calais, a casa de su abuela. Juntas irían en trasbordador hasta Dover y luego a Londres en tren. Al día siguiente, a las once de la mañana saldrían del aeropuerto de Heathrow en un vuelo de British Airways a Los Ángeles. Vera había estado en Estados Unidos en una ocasión acompañando a Fran§ois Christian. Su abuela jamás había ido. No tenía ni idea de lo que pensaría la anciana sobre la idea de pasar la Navidad en Los Ángeles, pero no cabía duda de que sabría expresar sus sentimientos. Hablaría del tiempo y de cualquier cosa, incluido él también.
La llegada de Vera lo entusiasmaba. Que viajara con su abuela legitimaba la relación. Si su idea era quedarse y obtener el título de médico en Estados Unidos, Vera tendría que cumplir con las rigurosas exigencias de la Comisión de Educación para Licenciados en el Extranjero. En el caso de algunas materias, tendría que volver a la universidad y para cubrir otras tendría que cumplir una residencia larga y tediosa. Sería un compromiso duro y difícil, en tiempo y energía, al que en realidad no tenía por qué someterse, porque a todos los efectos ya era médico en Francia. Pero él le había pedido que se casaran y que viniera a California a vivir felices para siempre.
Su respuesta a la proposición de Paul, formulada con una sonrisa en la habitación del hospital fue un «lo pensaré.»
«¿Pensar qué?», preguntó él. ¿Si quería casarse con él? ¿Vivir en Estados Unidos? ¿En California? Pero lo único que había contestado era: «Lo pensaré.» Luego se despidió de él con un beso y abandonó Berlín rumbo a París.
El paquete que Vera le había traído contenía su pasaporte, devuelto por la Prefectura Central de Policía de París. Le adjuntaban una nota en francés y firmada por los inspectores Barras y Maitrot, deseándole buena suerte y esperando sinceramente que en el futuro hiciera lo posible por no pisar suelo francés. Una semana después de su traslado del Jungfrau a Berlín, y dos días después de que Vera se hubiera marchado a París, lo dieron de alta en el hospital.
Remmer vino de Bad Godesburg para acompañarlo al aeropuerto y lo puso al día con las noticias. Le contó que a Noble lo habían llevado a Inglaterra y que se recuperaba en un centro de quemados. Harían falta varios meses y varias operaciones de trasplante de piel antes de que pudiera volver a hacer una vida normal, si es que eso era posible. El propio Remmer, a pesar de su muñeca rota, ya había vuelto al trabajo y le habían nombrado responsable de la investigación del siniestro de Charlottenburg y del tiroteo en el hotel Borggreve. A Joanna Marsh, la fisioterapeuta americana de Lybarger, la habían encontrado en un hotel de Berlín. Después de un exhaustivo interrogatorio, la habían liberado y McVey la había escoltado de vuelta a Estados Unidos. Remmer ignoraba qué había sucedido con ella después, pero suponía que había regresado a casa.
Cuando recuperó el recuerdo de cuanto había vivido en el Jungfrau, Osborn interrogó a Remmer detalladamente.
– ¿Saben desde dónde llamó a la policía suiza? ¿Desde qué estación, Kleine Scheidegg o Jungfraujock?
Remmer dejó de mirar el camino y se volvió a él.
– ¿Me pregunta por Vera Monneray?
– Sí.
– No fue ella quien llamó a la policía suiza.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Osborn.
– La llamada la hizo una americana. Era una turista… Connie algo, creo…
– ¿Connie?
– Así es.
– ¿O sea que Vera sabía dónde estaba y les indicó dónde podían encontrarme?
– Lo encontraron los perros -explicó Remmer frunciendo el ceño-. ¿Por qué cree que fue la señorita Monneray?
– Ella estaba en Jungfraujock cuando me trajeron… -dijo Osborn, titubeando.
– Y mucha gente también.
Osborn desvió la mirada. «Perros. Bueno, dejémoslo así.» Dejaría que la imagen de Vera en el sendero con un carámbano ensangrentado en la mano fuera sólo eso, una ilusión. Parte de sus sueños alucinantes y nada más.
– Está preguntando si es inocente o no. Quiere creerlo, pero no está seguro.
Osborn miró hacia atrás.
– Estoy seguro -afirmó.
– Bueno, tiene razón. Encontramos la imprenta con que Von Holden había falsificado los papeles de la BKA en el piso del topo que la Organización tenía infiltrado en la cárcel como supervisor, el mismo que la entregó a la custodia de Von Holden. Ella creía que la llevaba con usted. Von Holden sabía demasiadas cosas como para que ella dudara de su palabra.
Osborn no necesitaba confirmación. Si no lo hubiera creído en la montaña, cuando Vera partió hacia París ya estaba totalmente convencido.
– ¿Y qué pasó con Joanna Marsh? -preguntó-. ¿Se pudo aclarar por qué Salettl nos habló de su partida?
Remmer guardó silencio durante un rato largo y luego negó con un gesto de la cabeza.
– Tal vez algún día lo descubramos -dijo. Pero había algo en su actitud que sugería que sabía más de lo que decía. Osborn tuvo que reconocer que, aunque hubiesen vivido juntos muchas cosas, Remmer seguía siendo un policía. Osborn pensaba en todo lo que le habían hecho a Vera, aún cuando sabían, al cabo de unas horas y tal vez desde el principio, que no estaba implicada en la Organización y que no era Avril Rocard.
Era un poder temible el que tenían, y era muy fácil utilizarlo para otros fines.
– ¿Y qué ha hecho McVey? -inquirió Osborn.
– Ya se lo he dicho. Acompañar a la señorita Marsh a casa.
– Me mandó el pasaporte.
– No habría podido salir de Alemania sin él -observó Remmer, y sonrió.
– No me dijo nada. Incluso cuando fue a verme al hospital en Grindewald. No dijo ni una palabra.
– En Berna.
– ¿Qué?
– Lo llevaron al hospital de Berna.
Osborn se quedó mirando con expresión vacía.
– ¿Está seguro?
– Sí, estábamos con la policía de Berna cuando recibimos la llamada diciendo que lo habían encontrado en la montaña.
– ¿Usted estaba en Berna? ¿Cómo…?
– McVey le siguió la pista -sonrió Remmer-. Usted compró un Eurorraíl en Berna. Pagó con tarjeta de crédito, y McVey revisaba sus cuentas entretanto. Cuando la usó para comprar el billete, supo dónde se encontraba usted y a qué hora había pasado por allí.
– Pero eso no es legal -protestó Osborn incrédulo.
– Usted se llevó su arma, sus papeles y su chapa -le recordó Remmer con tono más serio-. Tampoco es legal hacerse pasar por inspector de policía.
– ¿Dónde estaría Von Holden ahora si no lo hubiera hecho? -se defendió Osborn. Remmer no dijo nada-. ¿Qué va a pasar ahora?
– No soy yo quien tiene que decidirlo. No llevo yo el caso, es de McVey.
Capítulo 157
No pasaba ni un solo día sin que volviera a oír las palabras de Remmer. «No llevo yo el caso. Es de McVey.» ¿Cuál sería la condena por hacer algo así? No sólo se había escapado con el arma y los papeles de identificación de un inspector de policía, sino que además los había utilizado para cruzar una frontera. Tal vez lo juzgarían en Los Ángeles y luego lo extradita-rían a Alemania o a Suiza para enfrentarse a los cargos en esos países. E incluso a Francia, si Interpol decidía tomar cartas en el asunto. Con suerte, se trataría de acusaciones secundarias incidentales. La auténtica acusación era el intento de asesinato de Albert Merriman. Aunque viviese oculto en París, Merriman seguía siendo ciudadano americano. Eran cosas que McVey no olvidaría.
Faltaban pocos días para Navidad y Osborn no había tenido noticias de McVey. Sin embargo, cada vez que veía un coche de la policía, se sobresaltaba. Su culpabilidad lo estaba volviendo loco y no sabía qué hacer para remediarlo. Podía llamar a un abogado y preparar su defensa, pero eso sería contraproducente en caso de que McVey considerara que ya había sufrido suficiente y dejara correr el asunto. Decidió no obsesionarse con la idea y concentrarse en sus pacientes. Dedicaba tres noches a la semana a las sesiones de fisioterapia para recuperar la articulación de su pierna rota. Pasaría un mes hasta que pudiera caminar sin muletas, y dos más hasta que dejara de cojear. Pero podría vivir así, claro está, cuando pensaba en cuál habría sido la alternativa.