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Día a día, el tiempo también ayudaba a sanar las heridas más profundas. Había dilucidado el misterio de la muerte de su padre en muchos aspectos, a pesar de que el móvil verdadero seguía siendo una incógnita. Suponiendo que lo vivido en el Jungfrau fuera una realidad y no una alucinación, la respuesta de Von Holden, «für Übermorgen», «la Aurora del Nuevo Día» dejaba de ser algo abstracto, sin significado para él.

Para preservar su propia salud y su futuro, y por Vera, tuvo que dejar a Merriman, a Von Holden y a Scholl en un reducto del pasado y empezaba, poco a poco, a demostrarse a sí mismo que era capaz de desprenderse de los trágicos recuerdos de la muerte de su padre.

Un día, cuando faltaban cinco minutos para el mediodía, el día antes de la llegada de Vera y su abuela, llamó McVey.

– Me gustaría enseñarle algo. ¿Puede venir?,¡

– ¿Adonde…?

– Cuartel general. Parker Center -dijo McVey con tono desprendido, como si hablaran todos los días.

– ¿Cuándo…?

– Una hora. i

«Dios mío, qué es lo que pretende.» Osborn sintió que el sudor le corría por la frente.

– Iré -dijo. Al colgar, se dio cuenta de que le temblaba la mano.

Tardó veinticinco minutos desde Santa Mónica al centro de Los Ángeles. El calor y la atmósfera contaminada habían borrado la silueta de la ciudad. Osborn estaba aterrorizado y eso tampoco le facilitaba las cosas.

McVey lo saludó en cuanto cruzó la puerta. Se dijeron «hola» sin estrecharse las manos y luego subieron en ascensor con otras seis personas. Osborn se apoyaba en las muletas y miraba al suelo. McVey se limitó a decirle que quería que viera algo.

– ¿Cómo está la pierna? -preguntó cuando se abrieron las puertas del ascensor y ambos caminaron por el pasillo. La quemadura que tenía McVey en la cara sanaba bien y el inspector parecía estar en buena forma. Hasta tenía el rostro algo bronceado, como si hubiera estado jugando al golf.

– Va bien… Veo que tiene buen aspecto -dijo Osborn intentando parecer tranquilo, amigable.

– Estoy bien, para mi edad -contestó McVey mirándolo sin sonreír. Lo condujo por un laberinto de pasillos poblados de rostros que parecían a la vez hastiados, confundidos e irritados.

Al final de un pasillo, McVey empujó una puerta y penetraron en una habitación dividida por una malla metálica. Dentro había dos agentes de uniforme y estanterías repletas de bolsas que contenían pruebas. McVey firmó una hoja y le entregaron un paquete del tamaño de un vídeo. Al otro lado del pasillo, entraron en una sala de reunión vacía. McVey cerró la puerta y se encontraron a solas.

Osborn no tenía la más mínima idea de lo que McVey pensaba hacer, pero quería saberlo de inmediato, sin rodeos.

– ¿Por qué me ha llamado?

McVey se acercó a la ventana y cerró las cortinas.

– ¿Ha visto la televisión esta mañana? ¿A la familia vietnamita en el valle?

– Sí, algo… -dijo Osborn, abstraído. Había visto algo mientras se afeitaba. Habían encontrado muerta a una familia de vietnamitas en un barrio residencial del valle de San Fernando. Padres, abuelos, hijos.

– Yo llevo el caso. Voy camino a una autopsia, así que terminemos lo más rápido posible -le avisó McVey. Abrió la bolsa plástica y sacó una cinta de vídeo.

– Sólo existen dos copias. Ésta es el original. La otra la tiene Remmer en Bad Godesburg. El FBI quería esta copia ayer. Les dije que se la entregaría mañana. Por esto Salettl nos puso en la pista de Joanna Marsh. Le había hecho un regalo. Lo llevaba en la cartera, incluso cuando estaba con usted allá arriba en la montaña. Era la llave de una caja oculta en una jaula para perros. Un cachorro que Von Holden le había regalado en Suiza y que ella había mandado a Los Ángeles. Dentro de la caja había otra llave correspondiente a una caja fuerte en un banco de Beverly Hills. La cinta de vídeo estaba en la caja fuerte -concluyó McVey, e introdujo la cinta en el vídeo debajo del televisor.

– No entiendo -confesó Osborn desconcertado.

– Ya lo entenderá. Pero hay un par de cosas que debe saber antes. Usted dijo que cuando Von Holden cayó en la ladera del Jungfrau y desapareció en el vacío, no lo vio tocar tierra.

– Había una oscuridad absoluta.

– Pues cayó, o pensamos que cayó en la grieta de un glaciar. Un profundo agujero dentro del glaciar. Unos montañeros suizos bajaron hasta donde fue posible, pero no encontraron ni rastro de él. Eso significa que aún está allá abajo y ahí se quedará los próximos dos mil años, o tal vez no. Quiero decir que eso no nos permite aseverar que esté muerto.

»Hay otro asunto que tiene que ver con las huellas dactilares de Lybarger -continuó McVey-. O las huellas del hombre que dice llamarse Lybarger. El hombre que Remmer y Schneider vieron media hora antes de que Charlottenburg quedara hecho cenizas -añadió McVey tosiendo y con una mueca de dolor. La quemadura aún le dolía-. Los expertos en huellas dactilares de la BKA han dicho que las huellas de Lybarger coinciden con las de Timothy Ashford, el pintor de Londres que fue decapitado.

– Dios mío -murmuró Osborn, y sintió que se le erizaban los pelos del cuello-. Usted tenía razón…

– Sí -asintió McVey-. El problema es que Lybarger está en las mismas condiciones que todos los demás en ese salón, convertido en cenizas. De modo que sólo podemos suponer que se realizó con éxito una intervención quirúrgica que consistía en unir la cabeza de un hombre con el cuerpo de otro y que esa criatura vivió. Y que caminó, pensó y habló como si fuera tan real como usted o yo. Y sin cicatrices visibles, por lo que pudieron observar Remmer y Schneider. O, en último extremo, ni Joanna Marsh. Nos lo contó ayer por la mañana en el curso de una declaración ante el juez. Como fisioterapeuta pasó mucho tiempo con él y dice que jamás descubrió marcas que sugirieran ningún tipo de intervención quirúrgica.

– Los síntomas de un hombre que se recupera de un infarto -murmuró Osborn-, que no fueron causados por tal infarto sino por la recuperación de una intervención quirúrgica de proporciones gigantescas -afirmó, y luego miró a McVey-. ¿De eso trata la cinta?

– La cinta trata de algo que quedará entre usted y yo y estas cuatro paredes. Si alguien dice algo, será en Washington o en Bad Godesburg -dijo McVey. Cogió un mando a distancia y se lo entregó a Osborn-. Esta vez, doctor, nadie tomará iniciativas por su cuenta. Ni por razones personales ni por nada. Espero que lo entienda, porque si no, podemos traer a colación otras cosas del pasado. Ya sabe a qué me refiero.

Durante un momento, los dos hombres permanecieron en silencio el uno frente al otro. De pronto, McVey abrió la puerta y salió. Osborn lo vio salir por un despacho que daba al exterior y rebasar una puertecilla de madera y desapareció. Así, sin más, sin presentar ningún cargo, lo había dejado libre.

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