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– Manfred, en ese caso, es un placer estar aquí -dijo McVey. Remmer asintió, le comunicó algo a su agente en alemán y éste se marchó. Remmer echó llave a la puerta.

– Tú y yo compartiremos esta habitación -informó McVey a Remmer-. Noble y Osborn pueden dormir en la otra. -Se acercó a la ventana, palpó la delgada tela de las cortinas y miró hacia el tráfico del Kurfürstendamm-. ¿Han revisado los teléfonos? -preguntó, y luego su mirada se perdió en la espesura de Tiergarten al otro lado de la calle.

– Tenemos dos líneas -dijo Remmer, y encendió un cigarrillo, se sacó la cazadora de cuero y dejó al descubierto un torso corpulento y una cartuchera de cuero sobre el hombro al viejo estilo. Llevaba enfundada una pistola automática de abultado tamaño, observó Osborn.

McVey también se sacó la chaqueta y miró a Noble.

– ¿Podría averiguar qué ha sucedido con lo de Lebrun? Pregunte si han descubierto quién era el asesino y cómo entró. Y qué pasa con Cadoux. Si alguien sabe adónde ha ido, dónde está ahora. Tenemos que saber si estaba allí por casualidad o deliberadamente. -McVey colgó la chaqueta y miró a Osborn-. Está usted en su casa. Estaremos aquí un buen tiempo. -Luego entró en el cuarto de baño y se lavó la cara y las manos. Al salir, mientras se secaba las manos con una toalla, se dirigió a Remmer.

– El asunto de Charlottenburg mañana por la noche. Averigüemos de qué se trata y quiénes son los invitados. Supongo que tu gente en Bad Godesburg puede hacernos ese favor.

Osborn los dejó en el salón, fue al segundo dormitorio y miró a su alrededor. Intentaba desesperadamente controlar la paranoia que crecía en su interior. Había un par de camas con edredones de- color verde oliva y azul. Una mesilla de noche entre las camas. Dos pequeñas cómodas. Un televisor. Una ventana que miraba al parque. Baño individual. Sabía que la cabeza de McVey había empezado a trabajar como un mariscal de campo con un discreto as oculto en la manga mientras dirigía las maniobras de una pequeña unidad de combate contra las huestes de un rey, buscando todos los medios posibles para sacar partido de la situación. Osborn no era considerado para nada en esas maquinaciones. McVey le había asignado la misma habitación con Noble para no encontrarse en una situación delicada donde, a solas, tuviera que contestar a sus preguntas. Porque entonces McVey tendría que explicarle a Osborn por qué no podía acompañarlos cuando fueran a por Scholl. Era una estrategia acertada. Lo dejarían solo. Se lo dirían en último momento. Saldrían por la puerta y McVey diría, «lo siento, es asunto de la policía». Y luego lo dejaría bajo la vigilancia de los policías alemanes apostados fuera en el pasillo.

Capítulo 96

– Cena privada. Traje de etiqueta. Cien comensales con invitación personal.

Remmer se había arremangado la camisa y estaba sentado ante una mesa pequeña con una taza de café en una mano y un cigarrillo en la otra. Durante la última hora había tenido lugar un intercambio de una media docena de llamadas entre Remmer y sus agentes en el cuartel general de la división de Inteligencia de la Bundeskriminalamt -la BKA- en Bad Godesburg. El objetivo consistía en diseñar un perfil del acontecimiento que tendría lugar en el palacio de Charlottenburg.

Osborn estaba en la habitación con ellos, en mangas de camisa, mirando a McVey, que se paseaba de un lado a otro en calcetines. Había decidido que lo mejor sería utilizar a McVey de la misma manera que McVey lo utilizaba a él. Tranquilamente, sin aspavientos. Buscaría un medio para aprovecharse de la situación sin que la policía adivinara sus planes. Se había enterado de que el Hotel Palace era parte del Europa Center, un gigantesco centro comercial en el corazón de Berlín, con tiendas y salas de juego. Situado directamente al otro lado de la calle, el Tiergarten era algo como el Central Park de Nueva York, enorme y lleno de caminos y senderos que se entrecruzaban. Por lo que Osborn había deducido de las conversaciones de los propios policías y de una serie de llamadas telefónicas, además de los agentes de paisano de la BKA en el pasillo, había otros dos abajo vigilando la recepción, dos más en el tejado y, en las inmediaciones, unos cuantos agentes en coches en estado de alerta. Había identificado a los clientes que ocupaban el ala nueva del frente desde donde se veía su habitación. Cuatro de ellas estaban ocupadas por turistas japoneses de Osaka y las otras dos por hombres de negocios invitados a una feria comercial. Uno de ellos era de Munich y el otro de Disneyworld, en Orlando. Todos eran quienes decían ser. Eso significaba que McVey y los suyos estaban en condiciones seguras, aunque la Organización hubiera descubierto dónde se encontraban y decidiera actuar. También significaba que Osborn no tenía ninguna posibilidad de llevar a cabo iniciativas que no estuvieran contempladas en los planes de McVey.

– Hay una empresa suiza, el Grupo Berghaus, que patrocina la recepción -dijo Remmer leyendo las notas que había garabateado en un bloc de hojas amarillas. A su izquierda, Noble hablaba animadamente por teléfono con un bloc de notas similar junto al codo.

– La recepción es una fiesta de bienvenida para un tal… -Remmer volvió a mirar sus notas- Elton Lybarger. Se trata de un empresario de Zúrich que sufrió un infarto hace dos años en San Francisco y que ahora está totalmente recuperado.

– ¿Quién diablos es Elton Lybarger? -preguntó McVey.

Remmer se encogió de hombros.

– No había oído hablar de él. Ni tampoco de ese Grupo Berghaus. La división de Inteligencia se ha encargado de ello y nos entregará una lista de los invitados.

Noble colgó y se volvió hacia sus compañeros.

– Cadoux ha mandado un mensaje en clave a mi oficina diciendo que huyó del hospital porque tenía miedo que los policías de guardia dejaran entrar al asesino de Lebrun. Pensó que pertenecían a la Organización y que también lo liquidarían a él. Dijo que se pondría en contacto no bien tuviera la oportunidad.

– ¿Cuándo lo envió y desde dónde? -preguntó McVey.

– Llegó hace poco más de una hora. Lo envió por fax desde el aeropuerto de Gatwick.

Retrasado por la niebla, el jet de Von Holden aterrizó en el aeropuerto de Templehof a las siete menos veinticinco de la mañana, tres horas más tarde de lo esperado. A las siete y media bajó del taxi en Spandauerdamm y cruzó la calle hacia el palacio de Charlottenburg, a oscuras y cerrado durante la noche. Estuvo tentado de dar la vuelta y entrar por una puerta lateral para verificar personalmente los últimos detalles del dispositivo de seguridad. Sin embargo, Viktor Shevchenko ya se había ocupado de ello dos veces durante el día y se lo había confirmado a su regreso. A Viktor Shevchenko, Von Holden le habría confiado su propia vida.

Se quedó mirando entre los barrotes de la verja imaginando lo que sucedería en menos de veinticuatro horas. Podía verlo y oírlo todo. Y al pensar que se encontraban en vísperas del acontecimiento, sintió una emoción rayana en las lágrimas. Finalmente dejó de pensar en ello y empezó a caminar.

A las cinco de la tarde, la sección de Berlín había informado que McVey, Osborn y los demás ya estaban en la ciudad y que habían establecido su centro de operaciones en el Hotel Palace, donde se encontraban bajo la protección de la Policía Federal. Era tal como lo había previsto Scholl, que sin duda también tenía razón al decir que habían venido a Berlín a buscarlo a él. No buscaban a Lybarger ni venían a ocuparse de la ceremonia en Charlottenburg.

«Encuéntralos y vigílalos -había dicho Scholl-. En algún momento intentarán ponerse en contacto para acordar una hora y un lugar para reunirse. Esa será nuestra oportunidad para aislarlos. Luego, tú y Viktor haréis lo que corresponda.»

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