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Por el momento y antes de que balística le entregara a Lebrun el informe sobre el proyectil que Vera Monneray le había supuestamente extraído a Osborn, McVey estaba dispuesto a creer que un hombre alto había disparado. Y a menos que aquel hombre, amigo o no, llevara guantes y tuviera a Merriman y Osborn neutralizados y bajo su control, era razonable suponer que no había venido al parque en el mismo coche que ellos. Ya que el Citroen había quedado ahí, el hombre alto habría venido en un segundo coche. En el caso menos probable de que hubiera venido con Osborn y Merriman, alguien habría pasado a recogerlo en otro coche. No había transporte público en aquella zona y tampoco era probable que el hombre alto hubiera regresado a la ciudad caminando. Era posible pero muy poco probable que hubiera hecho autoestop. Un tipo que acaba de disparar contra dos hombres con una Heckler & Koch, no era el tipo de individuo que viaja de ese modo corriendo el riesgo de dejar un testigo que lo identifique.

Y luego, siguiendo el rastro desde Interpol, Lyón, a los archivos de policía de Nueva York, era posible pensar que el verdadero blanco del hombre alto fuera Merriman, no Osborn. En ese caso, ¿acaso se podía pensar que hubiera una conexión entre Osborn y el hombre alto? Si fuera así, después de despachar a Merriman el desconocido tal vez había traicionado a Osborn y había intentado liquidarlo a él también. O puede que el hombre alto hubiera seguido a Merriman desde la panadería hasta encontrar a Osborn y luego los hubiera seguido a ambos.

Proyectando esa teoría y suponiendo que el incendio del edificio donde vivía Agnés Demblon iba destinado sobre todo a eliminarla a ella, parecía razonable suponer que las órdenes del hombre alto consistieran en despachar no sólo a Merriman sino a todo aquel que estuviera relacionado con él.

– ¡Su mujer! -exclamó de pronto McVey.

Dio media vuelta y comenzó a caminar bajo los árboles hacia el Opel.

No sabía dónde encontraría el teléfono más cercano y maldijo a Interpol por haberle proporcionado un coche sin radio o teléfono. Debía avisarle a Lebrun que la mujer de Merriman, donde quiera se encontrase, corría grave peligro.

McVey estaba en la linde del bosque a unos metros del coche cuando se detuvo bruscamente y se volvió. Desde el lugar del crimen había recorrido el camino a toda prisa entre los árboles. Precisamente lo que habría hecho un asesino que abandonara la escena del tiroteo. Anoche, él y Lebrun habían llegado hasta la rampa siguiendo el camino que contorneaba la arboleda, no a través de ella. Los inspectores y técnicos de Lebrun no habían encontrado huellas que indicaran la presencia de un tercer hombre aquella noche. Por lo tanto suponían que era Osborn quien había disparado. Pero ¿habían buscado ahí, bajo los árboles, a esa distancia de la rampa?

Era un resplandeciente domingo después de casi una semana de lluvia. McVey se encontraba ante un dilema. Si iba a prevenirle a Lebrun sobre el peligro que corría la mujer de Merriman, se arriesgaba a que el parque fuera invadido por visitantes que destruyeran, las pruebas sin proponérselo.

Aunque lo lamentaría más tarde, supuso que si la policía francesa aún tenía que encontrar a la mujer, el hombre alto tendría el mismo problema. McVey decidió utilizar el tiempo del que disponía y se quedó donde estaba.

Volvió cuidadosamente sobre sus pasos hacia la rampa a través de los árboles. El suelo estaba cubierto por una gruesa y húmeda capa de agujas de pino. Al pisarlas, McVey vio que se apartaban como una alfombra de modo que era necesario algo bastante más pesado que un hombre para estampar cualquier tipo de huella.

Llegó hasta la rampa y se volvió. No había encontrado nada. Caminó unos diez metros hacia el este desde donde estaba y volvió a cruzar. Esta vez tampoco encontró nada.

Caminó hacia el oeste hasta situarse a medio camino entre el trayecto de la primera y la segunda inspección y volvió a cruzar. Al cabo de no más de diez metros, lo vio. Un mondadientes plano, quebrado por la mitad, casi camuflado por las agujas de pino. Sacó el pañuelo y lo recogió. Al observarlo a la luz, vio que la sección de la rotura era de un color más claro que el exterior, lo cual significaba que se había quebrado recientemente. Lo envolvió en el pañuelo y se dirigió al coche.

Caminó lento escudriñando el terreno. Casi al llegar al final de la arboleda, algo le llamó la atención. Se detuvo y se agachó a mirar.

Las agujas de pino frente a él tenían un tono más claro que las de su alrededor. Bajo la lluvia habrían tenido el mismo color pero secas por el sol de la mañana daban la impresión de que hubieran sido esparcidas deliberadamente. McVey cogió una rama caída y la separó suavemente. Al principio no vio nada, y se sintió decepcionado. Y al avanzar descubrió algo que se parecía a la huella de un neumático. Se levantó y la siguió, y al llegar al final de los árboles encontró unas estrías visiblemente marcadas en la tierra arenosa. Un coche había penetrado bajo los árboles y había aparcado. Posteriormente, al retroceder, el conductor había visto las huellas. Se había bajado y con las agujas de pino recién caídas las había cubierto aunque olvidando el punto donde había aparcado. Más allá de los árboles, la lluvia había borrado el resto de las huellas. Pero bajo los árboles, las ramas caídas habían protegido el suelo dejando en la tierra una impresión leve pero distinguible. No más de diez centímetros de largo y un centímetro de profundidad, lo cual no era gran cosa. Para un equipo técnico de la policía sería suficiente.

Capítulo 51

– ¡Scholl!

Osborn acababa de orinar y, al tirar de la cadena, el nombre irrumpió en su memoria.

Con una mueca de dolor al apoyarse sobre la pierna herida se volvió aparatosamente y se inclinó para alcanzar el bastón que le había dejado Vera y que ahora colgaba junto al lavabo. Se apoyó en la otra pierna y volvió hacia la habitación. Cada paso le costaba un gran esfuerzo y tuvo que moverse lentamente aunque sabía que el dolor se debía más a la rigidez y al golpe sufrido por el músculo que a la herida, lo cual significaba que estaba sanando.

Al salir del cubículo del aseo, la habitación le pareció más pequeña que desde la cama. Con la cortina negra que tapaba la única ventana, el cuarto no sólo estaba a oscuras sino también impregnado de olor a medicamentos. Se detuvo ante la ventana y corrió la cortina. La clara luz de comienzos del otoño inundó la habitación. Haciendo un esfuerzo y con los dientes rechinando con el tirón de la pierna, abrió la diminuta ventana y miró afuera. Sólo alcanzaba a ver el perfil del techo del edificio en su brusca pendiente y más allá la punta de las torres de Notre Dame que relucían bajo el sol de la mañana. Sintió con especial avidez la claridad del aire que soplaba sobre el Sena. Era dulce y refrescante y Osborn aspiró profundamente.

En algún momento de la noche, Vera había subido para cambiarle el vendaje. Había intentado decirle algo pero él estaba demasiado mareado para entender y luego se había dormido. Más tarde, al despertarse y recuperar sus sentidos se concentró pensando en el hombre alto y en la policía y en saber qué debía hacer. Pero ahora era Erwin Scholl quien se había filtrado en su pensamiento.

Scholl era el hombre a quien Kanarack, aterrorizado ante la amenaza de la sucinilcolina, había acusado como la persona que lo había contratado para asesinar a su padre. Justo en el momento de la confesión, recordó Osborn, había aparecido el hombre alto y les había disparado.

Erwin Scholl. ¿De dónde? Kanarack también se lo había dicho.

Se alejó de la ventana y regresó cojeando a la cama, alisó la manta, se volvió y se sentó suavemente. Caminar desde la cama al aseo y volver lo había desgastado más de lo que habría deseado. Permaneció sentado en el borde de la cama incapaz de hacer otra cosa que respirar.

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