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Un primo de Agnés Demblon trabajaba como operador en el parque de bomberos del Distrito Uno, París centro. Un número de teléfono se convertía en dirección. Era así de fácil.

Dos horas más tarde, a la una y cuarto de la noche del jueves, Henri Kanarack se encontraba frente al edificio de apartamentos de Jean Packard en Porte de la Chapelle, el sector norte de la ciudad. Unos veinte sangrientos minutos más tarde, Kanarack bajaba por la escalera de servicio, dejando atrás lo que quedaba de Jean Packard tirado en el suelo del salón.

Al final, Packard le había dado a Kanarack el nombre de Paul Osborn y el nombre del hotel donde se hospedaba en París. Pero eso fue todo. A las otras preguntas, por qué Osborn había atacado a Kanarack en la cervecería, por qué había contratado a Kolb International para encontrarlo, si Osborn representaba o trabajaba para alguien, Packard no supo responder. Y Kanarack estaba seguro de que decía la verdad. Jean Packard se había portado como un duro, pero no era tan duro. Kanarack había aprendido bien su oficio en los años sesenta, lo habían entrenado con orgullo y rigor en las Fuerzas Especiales de Estados Unidos. Al frente de un pelotón de reconocimiento de largo alcance durante la primera época de Vietnam, le habían enseñado todos los métodos para obtener la información más delicada de boca del más testarudo de los adversarios.

El problema era que de Jean Packard sólo había obtenido un nombre y una dirección, la misma información que Packard le había dado a Osborn sobre él. De modo que, pensó Kanarack, Osborn sólo podía ser una cosa, un representante que la Organización había enviado para liquidarlo. Aunque el primer intento hubiese estado tan mal montado, no había otra razón posible. Nadie más podía reconocerlo o tener un motivo para matarlo.

Lo fastidioso era que, habiendo matado a Osborn, ellos enviarían a un segundo hombre. Es decir, si llegaban a saberlo. Su única esperanza era que Osborn trabajara por cuenta propia, que fuera un cazador de recompensas con una lista de nombres y rostros que cobraba una fortuna si entregaba a uno de ellos. Si Osborn había dado con él por casualidad y había contratado a Jean Packard, las cosas podían seguir funcionando igual.

De pronto, sintió una ráfaga de aire del exterior y levantó la mirada. La puerta de Le Bois se había abierto y había un hombre parado en la entrada. Era alto, llevaba sombrero y miraba a su alrededor. Al principio, barrió la terraza del café con la mirada, y luego la barra. Vio a Henri Kanarack y, con la misma rapidez, desvió la mirada. Un momento después, empujó la puerta y salió. Kanarack se calmó. El hombre alto no era un poli ni era Osborn. No era nadie.

Al otro lado de la calle, Osborn estaba sentado al volante del Peugeot y vio salir al hombre, que miró una vez más por la puerta y se alejó. Osborn se encogió de hombros. No lo conocía, no era Kanarack.

El panadero había entrado en Le Bois a las cinco y cuarto. Ahora eran casi las seis menos cuarto. Osborn había vuelto del parque junto al río a la hora punta en menos de veinticinco minutos y había aparcado delante de la panadería justo después de las cuatro. Le había dado tiempo para estudiar el barrio y volver al coche antes de que saliera Kanarack.

Al caminar una media docena de manzanas en ambas direcciones, Osborn vio tres callejones y dos entradas de descarga de unos almacenes cerrados. Cualquiera de los.cinco puntos serviría. Y si mañana por la noche Kanarack cogía el mismo camino que hoy, el mejor de los cinco puntos quedaría en su ruta, un callejón estrecho al que no daba ninguna puerta, sin iluminación, a menos de media manzana de la panadería.

Vestido con los mismos vaqueros y zapatillas deportivas que llevaba ahora, se colocaría una gorra y esperaría en la oscuridad a que pasara Kanarack. Entonces, con una jeringa llena de sucinilcolina en una mano, y otra en el bolsillo como precaución, atacaría a Kanarack por detrás.

Le cogería la garganta con el brazo izquierdo y lo tiraría hacia el callejón y, al mismo tiempo, le pincharía certeramente en las nalgas, a través de la ropa. Kanarack reaccionaría con violencia, y Osborn sólo necesitaría cuatro segundos, para inyectar la dosis. Luego lo soltaría y le bastaría apartarse, y Kanarack podría hacer lo que quisiera. Atacarlo o escapar, daba igual. En menos de veinte segundos las piernas comenzarían a flaquearle, y veinte segundos más tarde, ya no podría sostenerse en pie. Cuando se desplomara, Osborn actuaría. Si veía a alguien, le diría que su amigo era americano y se sentía mal, y que lo llevaba hasta el Peugeot de la esquina para conducirlo a un hospital. Y Kanarack, víctima de la parálisis muscular, sería incapaz de oponerse. En el coche en movimiento, Kanarack estaría impotente y aterrorizado. Todo su ser estaría concentrado en un solo objetivo, respirar.

Al cabo de un rato, cuando cruzaran París y llegaran al camino del río y al parque, los efectos de la sucinilcolina comenzarían a disiparse, y Kanarack volvería lentamente a respirar. Y cuando comenzara a sentirse mejor, Osborn cogería la segunda jeringa y le diría quién era él, y lo amenazaría con una dosis mucho más potente, una dosis que no olvidaría. Sólo entonces podría relajarse y preguntarle a Kanarack por qué había asesinado a su padre. Y no cabía ninguna duda de que Kanarack se lo confesaría.

Capítulo 23

A las seis y cinco minutos, Henri Kanarack salió de Le Bois y, sin prisa, caminó dos manzanas y entró en la estación de metro frente a la estación del Este.

Osborn lo vio partir, encendió la luz del interior y miró el mapa que tenía en el asiento. Quince kilómetros y casi treinta y cinco minutos más tarde, pasó junto al apartamento de Kanarack en Montrouge. Dejó el coche en una calle lateral, caminó una manzana y media y se detuvo en la sombra frente al edificio de Kanarack. Quince minutos más tarde, Kanarack llegó caminando por la acera y entró. Desde el comienzo hasta el final, desde la panadería hasta la casa, no había indicios de que pensara que lo seguían, o que corría peligro. Sólo la rutina de todos los días. Osborn sonrió. Todo marchaba sobre ruedas y según lo previsto.

A las siete cuarenta, estacionó el Peugeot frente a su hotel, le entregó las llaves a un botones y entró. Cruzó el salón de recepción y se acercó al mostrador para ver si había algún recado.

– Non, monsieur, lo siento -sonrió la chica de pelo castaño al otro lado del mostrador.

Osborn le agradeció y se volvió. Por algún motivo, estaba esperando que Vera lo llamara, pero estaba igualmente satisfecho de que no lo hubiera hecho. No era momento para distraerse. Ahora sólo necesitaba tranquilidad y concentrarse en lo que hacía. Se preguntaba por qué le había dicho al inspector Barras que se marcharía de París en cinco días. Podría haber dicho una semana o diez días, incluso dos semanas. Cinco días habían apresurado todo casi hasta el punto de hacerle perder el control. Las cosas sucedían demasiado rápido y la sincronización se encontraba en un punto demasiado crítico. No había lugar para los errores o para lo imprevisto. ¿Qué sucedería si Kanarack enfermaba y decidía no ir a trabajar al día siguiente? ¿Qué pasaría entonces? ¿Tendría que entrar en su piso a la fuerza y hacerlo allí? ¿Qué pasaría con tanta otra gente? ¿La mujer de Kanarack, la familia, los vecinos? No estaba contemplado que pasara algo así, sencillamente porque él no lo había contemplado. No tenía ninguna libertad, absolutamente ninguna. Era como sostener un cartucho de dinamita con la mecha encendida. Pero ¿qué podía hacer sino seguir adelante y esperar lo mejor?

Osborn dejó de pensar en ello, y en lugar de dirigirse hacia los ascensores, entró en una tienda de regalos para comprar un periódico en inglés. Sacó un ejemplar del anaquel y esperó su turno frente a la caja. Por un momento pensó qué habría sucedido si Jean Packard no hubiese encontrado a. Kanarack tan rápido. ¿Qué habría hecho él? ¿Habría salido del país para luego volver? ¿Pero cuándo? ¿Cómo podía estar seguro de que la policía no había colocado alguna señal en el código electrónico de su pasaporte para alertarlos en caso de que volviera después de un tiempo? ¿Cuánto tiempo tendría que esperar antes de pensar que era seguro volver? ¿O qué habría pasado si el detective no hubiese encontrado a Kanarack? ¿Qué habría hecho entonces? Afortunadamente, no era el caso. Jean Packard había hecho un buen trabajo, y ahora dependía de él llevarlo a buen término.

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