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«Tranquilo», se dijo a sí mismo, y avanzó hacia la caja, mirando despreocupadamente el periódico.

Lo que vio era horripilante. Nada podría haberlo preparado para ver el rostro de Jean Packard mirándolo desde los titulares de la primera página: ¡Detective privado salvajemente asesinado!

Abajo, un subtítulo: «Ex mercenario atrozmente torturado antes de morir.»

La tienda de regalos comenzó a girar. Al principio, lentamente, y luego cada vez más rápido. Finalmente, Osborn tuvo que afirmarse contra un escaparate de dulces para contenerse. El corazón le palpitaba aguadamente y escuchaba el sonido de su propia respiración. Se recuperó y volvió a mirar el periódico. Ahí estaba el rostro, con el título y la frase más abajo.

De alguna parte oyó que el cajero le preguntaba si se sentía bien. Asintió vagamente y buscó unas monedas en el bolsillo. Pagó el periódico y logró salir de la tienda de regalos, en dirección a la recepción y los ascensores. Estaba seguro de que Henri Kanarack había descubierto a Jean Packard siguiéndolo a él, y después de invertir el juego, lo había liquidado. Buscó rápidamente el nombre de Kanarack en el artículo, pero no lo encontró. Sólo decía que el investigador privado había sido asesinado en su apartamento a última hora la noche anterior y que la policía había declinado hacer declaraciones sobre los sospechosos o los móviles.

Osborn llegó a los ascensores y se encontró esperando en medio de un grupo de personas a las que apenas observó. Tres de ellos podían ser turistas japoneses, y el otro era un hombre de aspecto corriente con un traje gris arrugado. Osborn miró hacia otro lado intentando pensar. Se abrieron las puertas del ascensor y salieron dos ejecutivos. Los otros entraron, Osborn con ellos. Uno de los japoneses pulsó el botón de la quinta planta. El hombre del traje gris pulsó el de la novena. Osborn pulsó el siete.

Se cerraron las puertas y el ascensor subió.

¿Qué hacer ahora? Lo primero en que pensó Osborn fue en las fichas de Jean Packard. Llevarían a la policía directamente a él y luego a Henri Kanarack. Luego recordó la explicación que le había dado Packard sobre los métodos de trabajo de Kolb International, y cómo se enorgullecía Kolb de proteger a sus clientes. Y que sus detectives trabajaban en completa confidencialidad con los clientes. Y que éstos recibían todos los documentos al final de la investigación sin que quedaran copias. Y que Kolb era apenas algo más que un garante del profesionalismo y el encargado de pasar las facturas. Sin embargo, Packard no le había entregado ningún documento. ¿Dónde estaban los documentos?

De pronto Osborn recordó su sorpresa al percatarse de que el detective jamás escribía nada. Tal vez no había documentos. Tal vez el investigador privado mantenía la información lejos de todos y sólo al alcance de su mano. Le había entregado a Osborn el nombre y la dirección de Kanarack en el último momento, escrito a mano y en una servilleta de papel. Servilleta que Osborn aún conservaba en el bolsillo de su chaqueta. Tal vez era el único documento existente.

El ascensor se detuvo en la quinta planta y los japoneses bajaron. Las puertas volvieron a cerrarse y el ascensor subió. Osborn miró al tipo del traje gris. Le pareció vagamente familiar pero no lograba situarlo. En un momento, llegaron a la séptima planta. Se abrió la puerta y Osborn salió. El tipo del traje gris también salió. Osborn se alejó en una dirección y el hombre en la dirección contraria.

Mientras caminaba por el pasillo hacia su habitación, Osborn respiró más tranquilo. El choque inicial que había experimentado ante la muerte de Jean Packard se había disipado. Ahora necesitaba tiempo para saber cuál sería su próximo movimiento. ¿Y si Packard le había hablado a Kanarack de él? ¿Si le habría dado su nombre y le habría dicho dónde se hospedaba? Había matado al detective. ¿Por qué no iba a hacer lo mismo con él?

De pronto, Osborn se percató de que alguien caminaba a su espalda por el pasillo. Miró hacia atrás y vio que era el hombre del traje gris. Al mismo tiempo, recordó que el hombre había pulsado la novena planta, no la séptima. Frente a él, se abrió una puerta y salió un hombre con una bandeja de platos sucios. Levantó la mirada y vio a Osborn, volvió a cerrar la puerta y Osborn oyó el ruido de la cadena de seguridad de la puerta.

Ahora él y el hombre eran los únicos en el pasillo. Se activó una señal de alarma. De pronto, se detuvo y se volvió.

– ¿Qué quiere? -preguntó.

– Unos minutos de su tiempo -dijo McVey, tranquilo y no amenazante-. Me llamo McVey. Soy de Los Ángeles, igual que usted.

Osborn lo miró con atención. El hombre rondaba los sesenta y cinco años, un metro ochenta de alto y unos ochenta y cinco kilos. La mirada de los ojos verdes era notablemente afable, y el pelo castaño comenzaba a encanecer, tirando a la calvicie. Llevaba un traje común y corriente, probablemente de Broadway o de Silverwoods. Le brillaba el poliéster de la camisa celeste y la corbata no le hacía juego con nada. Tenía aspecto de abuelo, o incluso se parecía al aspecto que su propio padre tendría, si estuviese vivo. Todo esto tranquilizó a Osborn.

– ¿Nos conocemos? -inquirió.

– Soy policía -dijo McVey, y le enseñó su placa del Cuerpo de Policía de Los Ángeles.

El corazón se le aceleró hasta la garganta. Por segunda vez en pocos minutos, pensó que se iba a desmayar.

– No entiendo -se oyó decir-. ¿Hay algún problema?

Por el pasillo se acercaba una pareja vestida de noche. McVey se apartó. El hombre sonrió y saludó con un gesto de la cabeza. McVey esperó a que pasaran, y volvió a mirar a Osborn.

– ¿Por qué no hablamos dentro? -Preguntó, mirando hacia la puerta de la habitación de Osborn-. O si prefiere, abajo en el bar. -McVey conservaba un tono calmado. El bar estaba bien si Osborn se sentía más cómodo. El médico no flaquearía, al menos ahora. Además, McVey ya había visto todo lo que tenía que ver en la habitación de Osborn.

Osborn sentía ansiedad, y tuvo que esforzarse para no mostrarlo. Después de todo, él no había hecho nada, al menos hasta ahora. Incluso pedirle a Vera que le consiguiera la sucinilcolina no era, en realidad, ilegal. Tal vez jugaba un poco con la ley, pero no había cometido ningún crimen. Además, este McVey era del Cuerpo de Policía de Los Ángeles, y en París estaba fuera de su jurisdicción. «Tienes que estar tranquilo -pensó-. Ser correcto, y averiguar qué quiere. Puede que no sea nada.»

– Aquí está bien -dijo Osborn. Abrió la puerta y entraron.

– Por favor, siéntese -dijo, cerrando la puerta. Dejó las llaves y el periódico en una pequeña mesa-. Si no le importa, me lavaré las manos.

– No me importa. -McVey se sentó en el extremo de la cama y miró a su alrededor, mientras Osborn iba al baño. Todo estaba como lo había dejado por la tarde, cuando después de mostrarle la placa a un ama de llaves, le había dado doscientos francos para que lo dejara entrar.

– ¿Quiere tomar algo?-preguntó Osborn, mientras se secaba las manos.

– Si usted me acompaña.

– Yo sólo bebo whisky.

– Vale.

Osborn volvió con una botella de Johnnie Walker etiqueta negra a medio vaciar. Cogió dos vasos sellados en celofán de una bandeja esmaltada que se encontraba sobre un escritorio francés de imitación, sacó el plástico y sirvió para ambos.

– Por cierto, no tengo hielo -se excusó.

– Me da igual -dijo McVey, y miró las zapatillas deportivas de Osborn, recubiertas con el lodo seco-. ¿Andaba haciendo deporte?

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Osborn, y le pasó un vaso a McVey.

– Como tiene el calzado con lodo… -dijo McVey, señalando con la cabeza.

– Yo… -vaciló Osborn, y lo disimuló con una sonrisa- salí a dar un paseo. Están plantando en los jardines frente a la torre Eiffel. Con la lluvia, no se puede caminar por ninguna parte sin pisar el lodo.

McVey bebió un trago de su whisky. Le dio a Osborn un respiro para preguntarse si se habría tragado la mentira. En realidad, no era mentira. Recordaba que el día anterior había visto cómo trabajaban en los jardines de la torre Eiffel. Había que distraerlo de aquello con rapidez.

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