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– ¿Y bien? -dijo.

– Pues bien -vaciló McVey-. Estaba en la recepción cuando usted entró en la tienda de regalos. Vi su reacción cuando leyó el periódico -dijo, señalando con un gesto de la cabeza el periódico sobre la mesa.

Osborn bebió un trago. Bebía rara vez. Sólo después de esa primera noche en que había descubierto y perseguido a Kanarack y luego lo había detenido la policía de París, había llamado al servicio de habitaciones para pedir el whisky. Ahora, al beberlo, se alegraba de haberlo hecho.

– Por eso está aquí… -dijo, clavándole la mirada a McVey. «Vale, ya están enterados. Sé frío, no emocional. Averigua qué más saben.»

– Como usted sabe, el señor Packard -y McVey pronunciaba «Packard» como la marca de coche, no Packkard, como los franceses-, trabajaba para una empresa internacional. Yo había venido a París por otro asunto de trabajo con la policía francesa cuando ha sucedido esto. Ya que usted fue uno de los últimos clientes del señor Packard… -dijo McVey, sonriendo, y bebió otro trago de whisky-. En todo caso, la policía de París me ha pedido que viniera a verlo y que conversara con usted. Los dos somos americanos. Quieren saber si usted tenía idea de quién lo habría hecho. Como entenderá, no tengo ninguna autoridad aquí, sólo estoy ayudando.

– Ya lo entiendo. Pero no creo que yo sea la persona indicada para ayudarle.

– ¿Le pareció preocupado por algo el señor Packard?

– Si estaba preocupado, no me lo comentó.

– ¿Le importa que le pregunte por qué lo contrató?

– No lo contraté. Yo contraté a Kolb International. Lo mandaron a él.

– Eso no es lo que le he preguntado.

– Si no le importa, es un asunto personal.

– Señor Osborn, estamos hablando de un hombre que ha sido asesinado- dijo McVey, y parecía que estuviera hablando ante un jurado.

Osborn dejó su vaso. No había hecho nada y se sentía como si lo estuvieran acusando. Aquello no le gustaba.

– Mire, inspector McVey, Jean Packard trabajaba para mí. Está muerto y lo siento, pero no tengo la menor idea de quién puede haberlo matado o por qué. Y si ése es el motivo por el que ha venido, ¡se equivoca! -Osborn se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta con un gesto de enfado. Al hacerlo, palpó la sucinilcolina y el paquete de jeringuillas que le había dado Vera. Había pensado en dejarlas al volver a cambiarse antes de ir al río, pero lo había olvidado. Al descubrir el paquete, su actitud cambió.

– Oiga… lo siento. No quería reaccionar así. Supongo que el impacto al enterarme de que lo han matado de esa manera… me pone un poco nervioso.

– Sólo permítame preguntarle si el señor Packard terminó el trabajo que le había encargado.

Osborn dudó. ¿Qué diablos quería este tipo? ¿Sabían algo del asunto de Kanarack o no? «Si dices que sí, ¿que sucederá entonces? Si dices que no, lo dejarás abierto.»

– ¿Lo terminó, doctor Osborn?

– Sí -dijo él, finalmente.

McVey lo miró un momento, y luego inclinó el vaso y acabó el whisky. Sostuvo el vaso vacío en la mano como si no supiera qué hacer con él. Luego pareció recuperar el hilo de su pensamiento y volvió a mirar a Osborn.

– ¿Conoce a un tal Peter Hossbach?

– No.

– ¿John Cordell?

– No. -Osborn estaba totalmente intrigado. No tenía la menor idea de qué hablaba McVey.

– ¿Friedrich Rustow? -preguntó McVey, cruzándose de piernas. Entre el borde de los calcetines y el pantalón aparecieron unas espinillas blancas y lampiñas.

– No -repitió Osborn-. ¿Son sospechosos?

– Son personas desaparecidas, doctor Osborn.

– Jamás he oído ninguno de esos nombres -dijo Osborn.

– ¿Ni uno solo?

– No.

Hossbach era alemán, Cordell era inglés y Rustow, belga, y eran tres de los decapitados. McVey registró en alguna parte de su disco duro mental que Osborn no había movido ni un pelo al escuchar los nombres. Un factor de reconocimiento cero. Era evidente que podía tratarse de un actor consumado que mentía. Los médicos lo hacían a menudo cuando pensaban que era preferible que el paciente no supiera nada.

– Y bien, el mundo es ancho y pasan muchas cosas -dijo McVey-. Mi trabajo consiste en encontrar el cabo donde todo se junta e intentar aislarlo.

Se inclinó hacia la pequeña mesa y dejó el vaso junto a las llaves de Osborn y se incorporó. Había dos juegos de llaves. Uno era de la habitación del hotel y el otro era un juego de llaves de coche con el dibujo de un león medieval en el llavero. Las llaves de un Peugeot.

– Gracias por su tiempo, doctor. Siento haberlo molestado.

– No se preocupe -dijo Osborn, intentando que no se hiciera patente su alivio. Aquello no era nada más que preguntas rutinarias de la policía. McVey sólo estaba ayudando a los polis franceses, y no había nada más.

McVey estaba junto a la puerta, y tenía la mano en el pomo cuando se volvió.

– Usted estaba en Londres el día 3 de octubre, ¿no es así?

– ¿Qué? -La reacción de Osborn fue de sorpresa.

– Eso fue… -y McVey sacó una pequeña tarjeta plástica de su cartera y la miró-, el lunes pasado.

– No entiendo qué quiere decir.

– Estaba en Londres, ¿no?

– Sí.

– ¿Porqué?

– Yo… volvía a casa después de un congreso médico en Ginebra -dijo Osborn, y se percató de que tartamudeaba. ¿Cómo lo sabía McVey? ¿Y qué tenía que ver eso con Jean Packard y las personas desaparecidas?

– ¿Cuántos días estuvo allí?

Osborn vaciló. ¿A dónde lo llevaba todo aquello? ¿Qué andaba buscando?

– No entiendo qué tiene que ver esto -dijo, intentando no dar la impresión de estar demasiado a la defensiva.

– Sólo es un pregunta, doctor. Es parte de mi trabajo. Hacer preguntas. -McVey no pensaba dejarlo hasta que le diera una respuesta.

Osborn decidió ceder.

– Alrededor de un día y medio.

– ¿Se hospedó en el hotel Connaught?

– Sí.

Osborn sintió un hilillo de sudor que le resbalaba por la axila derecha. De pronto, McVey había dejado de tener aspecto de abuelo.

– ¿Qué hizo mientras estuvo allí?

Osborn sintió que el rostro le enrojecía de ira. Lo estaban arrinconando en una situación que ni entendía ni le agradaba. «Tal vez sepan lo de Kanarack», pensó. Y eso podría ser una manera de engañarlo para que hablara de ello. Pero no haría tal cosa. Si McVey sabía algo de Kanarack, sería él quien hablara, no Osborn.

– Inspector, lo que hice en Londres es asunto personal, y dejémoslo ahí.

– Mire, Paul. -McVey habló suavemente-. No tengo la intención de entrometerme en sus asuntos privados. Estoy hablando de unos individuos que han desaparecido. Usted no es la única persona con que he hablado. Sólo quisiera que me explicara qué hizo con su tiempo mientras estuvo en Londres.

– Tal vez debería llamar a un abogado.

– Si cree que necesita uno, no hay problemas. Ahí tiene el teléfono.

– Llegué el sábado por la tarde, y fui a ver una obra de teatro el sábado por la noche -dijo, desviando la mirada, con voz monótona-. Empecé a sentirme mal. Volví a la habitación de mi hotel y no me moví hasta el lunes por la mañana.

– Toda la noche del sábado y el domingo todo el día.

– Así es.

– No salió en ningún momento de su habitación.

– No.

– ¿Pidió servicio de habitación?

– ¿No ha tenido nunca uno de esos virus que duran veinticuatro horas? Estuve tumbado por los escalofríos y la fiebre, con una diarrea que se alternaba con antiperistalsis, lo que vulgarmente se conoce como vómitos. ¿Quién tendría ganas de comer?

– ¿Estaba solo?

– Sí. -La respuesta de Osborn fue rápida, tajante.

– ¿Y nadie más lo vio?

– No que yo sepa.

McVey esperó un momento y luego habló con voz suave.

– Doctor Osborn, ¿por qué me miente?

Hoy era jueves por la noche. Antes de partir de Londres a París, el miércoles por la tarde, McVey le había pedido al Comandante Noble que verificara la estancia de Osborn en el hotel Connaught.

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