En ese momento, mientras intentaba salir de su ensueño, se percató de que desde hacía un rato no dejaba de mirar hacia la parte baja de la colina, lejos de la actividad de los equipos de rescate. De pronto fijó la vista en un bulto en un manchón de árboles cerca del terraplén.
A la luz del día, debido al espeso follaje y a la luz sin relieve de un cielo cubierto, habría pasado fácilmente desapercibido. Sólo ahora en la oscuridad, la luz proyectada desde arriba creaba una sombra angular que lo ponía de relieve.
Osborn comenzó a bajar rápidamente la colina. Resbaló sobre las piedras y se agarró de los arbustos para sostenerse yendo de uno a otro hasta llegar abajo.
Vio que aquel bulto era un bloque de vagón que, por alguna razón, se había desprendido limpiamente del tren. Estaba mirando hacia atrás entre la maleza y la cara interior apuntaba directamente hacia fuera y arriba de la colina. Osborn se acercó y vio que el bloque era todo un compartimiento y que la puerta estaba cerrada y abollada por un fuerte golpe. Entonces Osborn vio que era la cabina de aseo de un vagón.
– ¡No puede ser! -exclamó. Pero no era horror lo que sentía sino ganas de reír-. No es posible -dijo. Se acercó y comenzó a reír-. McVey -llamó-, McVey, ¿está usted ahí adentro?
Por un momento, no hubo respuesta.
– ¿Osborn? -se oyó una voz en sordina no del todo segura desde el interior.
Era el temor. O el alivio. O el absurdo. Fuera lo que fuese, la tensión se había destapado y Osborn soltó una carcajada. Se apoyó contra el compartimiento rugiendo de risa dándole a uno de los paneles con la palma de la mano y luego golpeándose los muslos con los puños, secándose las lágrimas de las mejillas.
– ¡Osborn! ¿Qué diablos está haciendo? ¡Abra la puerta!
– ¿Se encuentra bien? -gritó.
– ¡Sáqueme de aquí inmediatamente!
La risa de Osborn se desvaneció tan rápido como había aparecido. Sin sacarse la chaqueta de bombero subió corriendo la colina. Se movió resueltamente entre los soldados de la Guardia Nacional que patrullaban con subfusiles automáticos y se dirigió al área de mayor actividad. Encandilado por los potentes faros, encontró una pequeña palanca de hierro. Se la metió bajo la chaqueta y volvió sobre sus pasos. Al llegar arriba de la colina se detuvo y miró a su alrededor. Después de asegurarse de que nadie lo veía, cruzó al otro lado y volvió a bajar.
Cinco minutos más tarde se oyó un chasquido seco y el acero crujió cuando saltaron las bisagras de la puerta desfondada y McVey salió a respirar aire puro. Tenía el pelo desmelenado y la ropa hecha jirones.
Apestaba a lo que ya se sabe y tenía una horrible hinchazón del tamaño de una pelota de béisbol encima de un ojo. Pero, aparte de la barba plateada que le había crecido en algunas horas, se encontraba en buen estado.
– ¿El doctor Livingstone, supongo?
McVey hizo amago de responderle pero de pronto, más allá de la oscuridad, divisó las gigantescas grúas que se cernían sobre lo que quedaba de la destrucción arriba en la colina. McVey no se movía, sólo se dedicaba a mirar.
– Joooder -dijo.
Finalmente su mirada se encontró con la de Osborn. No importaba quiénes eran ni por qué estaban allí. Estaban vivos mientras muchos otros habían muerto.
Se abrazaron con fuerza y permanecieron así durante un momento. Era algo más que un gesto espontáneo de alivio y camaradería. Estaban compartiendo algo que sólo podían entender aquellos que alguna vez se han encontrado bajo la sombra de la muerte y no han sucumbido.
Capítulo 79
Von Holden estaba solo sentado cerca del fondo del bar del hotel Meaux tomando un Pernod con soda, «cuchando las crónicas sobre el accidente que contaban los periodistas que habían pasado la jornada cubriendo el acontecimiento. El bar se había convertido en punto de encuentro para reporteros veteranos y la mayoría seguía en contacto con los colegas que habían permanecido en el lugar de los hechos. Si algo sucedía, ellos, y Von Holden también, se enterarían inmediatamente.
Von Holden miró su reloj y luego el reloj de pared encima de la barra. Desde hacía cinco años, su reloj analógico Le Coultre estaba sincronizado con un reloj atómico de cesio en Berlín. Un reloj de cesio tiene un margen de error de más o menos un segundo cada tres mil años. El reloj de Von Holden marcaba las nueve y diecisiete minutos. El reloj del bar estaba retrasado en un minuto y ocho segundos. Al otro lado de la sala, una chica rubia de pelo corto y con una falda aún más corta estaba sentada fumando y bebiendo vino con dos hombres de unos veinticinco años. Uno de ellos era delgado, llevaba gafas de marco grueso y tenía aspecto de estudiante universitario. El otro era más fuerte y vestía pantalones caros y un jersey de cachemira marrón sobre el que caía su cabellera larga y rizada. Se reclinaba en las patas traseras de la silla hablando y gesticulando con ambas manos, de pronto se detenía para encender un cigarrillo y lanzaba la cerilla en dirección al cenicero sobre la mesa. Tenía aspecto de playboy adinerado gozando de sus vacaciones. La chica se llamaba Odette. Tenía veintidós años y era la especialista que había colocado los explosivos en la vía del tren. El joven delgado de gafas y el playboy eran terroristas internacionales. Los tres trabajaban para la sección de París y esperaban instrucciones de Von Holden en caso de que McVey u Osborn fueran encontrados con vida.
Von Holden pensaba que habían tenido suerte de llegar tan lejos. La sección de París había tardado varias horas en dar con el paradero de McVey y Osborn. Poco después de las seis de la mañana, un empleado en la taquilla de EuroCity los había reconocido en la estación del Este y se había enterado de que llevaban billetes para el tren de las seis y media con destino a Meaux. Von Holden había contemplado por un momento la idea de liquidarlos en la estación, pero luego la había descartado. No disponían de suficiente tiempo para montar un ataque y aunque contaran con ese tiempo, no tenían ninguna garantía de éxito y se arriesgaban a verse neutralizados por un grupo de fuerzas antiterroristas de la policía. Había que proceder de otro modo.
A las seis y veinte, diez minutos antes de que el tren París-Meaux saliera de la estación del Este, un motorista solitario abandonó París por la autopista N3 para encontrarse con Odette en una pendiente de la vía del tren, tres kilómetros al este de Meaux. Llevaba consigo cuatro paquetes de explosivo plástico C4.
Juntos instalaron los explosivos y activaron la carga en el momento en que el tren asomaba por la cima y luego desaparecieron en medio del campo. Al pasar tres minutos después, la locomotora hacía explotar la carga de plástico y el tren caía dando tumbos por la pendiente a cien kilómetros por hora.
Habría sido fácil desplazar una de las vías. La maniobra habría logrado el mismo efecto y todo habría parecido un accidente.
Sí y no.
Una colisión de ese tipo, accidental o premeditada, no garantizaba que el objetivo fuera alcanzado. Una vía desplazada podía pasar fácilmente inadvertida en una primera investigación y el seguimiento tal vez lo descubriría o tal vez no. Pero un acto flagrante de terrorismo podía atribuirse a una multiplicidad de causas y, más tarde, una bomba lanzada en un pabellón lleno de supervivientes serviría para darle verosimilitud al atentado.
Von Holden volvió a mirar su reloj. Salió de la sala sin lanzar una sola mirada en dirección al trío de jóvenes y cogió el ascensor para ir a su habitación. Antes de salir de París se había procurado unas ampliaciones de las fotos de Osborn y McVey publicadas en los periódicos. Al llegar a Meaux las había estudiado detenidamente y ahora tenía una idea mucho más precisa de los individuos con que se enfrentaría.