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Scholl estaba sentado y permanecía inmutable.

– Así es -dijo.

– Si no conocía a Merriman, ¿conocía a George Osborn?

– No.

– ¿Entonces, por qué había de contratar a un hombre para matar a alguien a quien ni siquiera conoce?

– McVey, ésa es una cabronada de pregunta y usted lo sabe muy bien -intervino Goetz, a quien no le agradaba que Scholl le estuviera dando a McVey una oportunidad para seguir interrogándolo.

– Inspector McVey -dijo Scholl tranquilamente sin dirigirle ni una mirada de reojo a Goetz-. Yo no he contratado a nadie para cometer un asesinato. La idea misma es indignante.

– ¿Dónde está ese Albert Merriman? Me gustaría conocerlo -intervino Goetz.

– Ese es uno de nuestros problemas, señor Goetz. Está muerto.

– Entonces no tenemos nada más de qué hablar. Su orden de arresto no es más que una mierda, igual que usted. A eso se le llama rumores de un hombre muerto -espetó, y se incorporó-. Señor Scholl, hemos terminado aquí.

– Goetz, el problema es que… Albert Merriman fue asesinado.

– ¿Y a mí, qué?

– Yo se lo diré. El hombre que lo mató también fue contratado para ello. Y también por el señor Scholl. Se llamaba Bernhard Oven -respondió McVey, y lanzó una mirada a Scholl-. Oven pertenecía a la policía secreta de Alemania del Este antes de trabajar para usted.

– No he oído hablar de ese Bernhard Oven, inspector -objetó Scholl, con tono neutro. Encima de la chimenea, sobre el hombro de McVey, un reloj marcaba las nueve y catorce. Faltaba un minuto para que se abrieran las puertas de la galería dorada y entrara Lybarger. Para sorpresa suya, Scholl estaba realmente intrigado. El conocimiento que McVey tenía de las cosas era notable.

– Cuénteme algo de Elton Lybarger -pidió McVey, y ese cambio de marcha en las preguntas lo sorprendió.

– Es un amigo.

– Me gustaría conocerlo.

– No será posible. Ha estado enfermo.

– Sin embargo, se encuentra lo bastante bien como para dar un discurso.

– Sí, está…

– No lo entiendo. Está demasiado enfermo para hablar con un hombre pero no para dirigirse a un centenar.

– Está bajo cuidado médico.

– Quiere decir, el doctor Salettl.

Goetz le lanzó una mirada a Scholl. ¿Cuánto tiempo más pensaba prestarse a aquello? ¿Qué diablos pretendía?

– Así es -respondió Scholl, y se arregló la manga izquierda de su frac con la mano derecha enseñando deliberadamente las heridas aún visibles. Luego sonrió-. Es paradójico que los dos tengamos heridas dolorosas al mismo tiempo, inspector. Las que yo tengo me las hice jugando con un gato. Es evidente que usted estuvo jugando con fuego. Los dos somos ya bastante mayores, ¿no le parece?

– Yo no estaba jugando, señor Scholl. Alguien ha intentado matarme.

– Es usted muy afortunado.

– Unos cuantos amigos míos no lo fueron tanto.

– Lo siento -pronunció Scholl, y miró a Osborn y luego nuevamente a McVey. El inspector era, sin lugar a dudas, el hombre más peligroso que había conocido. Era peligroso porque sólo le importaba la verdad y, en la persecución de ese fin, era capaz de cualquier cosa.

Capítulo 122

21.15

La sala quedó sumida en absoluto silencio. Todas las miradas siguieron a Elton Lybarger, que caminaba solo, separado de la multitud por las cintas desplegadas a ambos lados, avanzando por el pasillo central de la célebre obra rococó de Wenceslao von Knobelsdorff, revestida de los mármoles verdes y los marcos dorados que engalanaban la fascinante galería dorada. Posando un pie enérgicamente delante del otro, sin necesidad de enfermera o de bastón, impecable en la elegancia de su traje, Lybarger se sentía por encima de la concurrencia, tranquilo, seguro de sí mismo. Como un monarca simbólico del futuro que se pasea exhibiéndose ante quienes lo habían ayudado a llegar hasta allí.

Una ola de admiración sacudió a Eric y Edward, sentados en el estrado, observando cómo avanzaba hacia el podio. A su lado, la señora Dortmund sollozaba sin reparos, incapaz de controlar la emoción que la embargaba. Y de pronto, en un impulso que recorrió toda la sala, Uta Baur se levantó y comenzó a aplaudir. Al otro extremo de la sala, Mathias Noli la imitó. Y luego Gertrude Biermann y Hilmar Grunel, y Henryk Steiner junto a Konrad Peiper. Margarete Peiper se incorporó junto a su marido. Y Hans Dabritz, seguido de Gustav Dortmund. El resto de los cien invitados se levantaron para rendir un tributo unánime. Lybarger miraba a derecha e izquierda, sonriendo, reconociendo a unos y a otros mientras el tronar de los aplausos recorría la sala subiendo de intensidad con cada paso que lo acercaba al podio. Estaba a punto de consumarse el más grande de los objetivos y la ovación se volvía ensordecedora.

Salettl miró su reloj.

Las nueve y diecinueve minutos.

Era imperdonable que Scholl aún no hubiera regresado. Levantó la mirada y vio a Lybarger que comenzaba a subir los peldaños del podio. Cuando llegó arriba y miró a sus invitados, los aplausos crecieron hasta un crescendo aplastante que hizo temblar las paredes y el techo. Aquello era el preludio a «Ubermorgen». Era el comienzo de «La Aurora del Nuevo Día».

Fuera, Remmer y Schneider cruzaron el gran patio de adoquines de Charlottenburg. Caminaban a paso rápido sin hablar. Más adelante, un Mercedes negro giró en la entrada y lo hicieron pasar. Se apartaron y vieron al conductor detenerse en la entrada y luego subir al edificio. Lo primero que pensó Remmer fue que Scholl se marchaba y por un instante vaciló. Pero no sucedió nada más. La limusina Mercedes quedó aparcada. Podía quedarse allí una hora, pensó. Se sacó la radio de la chaqueta y dijo algo. Luego siguieron caminando. Al pasar la verja de la entrada, Remmer buscó deliberadamente contacto visual con los guardias. Los dos hombres desviaron la mirada y los policías pasaron sin problemas. De pronto, un BMW azul oscuro salió del tráfico con un chirrido de neumáticos y se detuvo bruscamente en la acera junto a ellos. Remmer y Schneider subieron y el coche desapareció.

Si Remmer, Schneider o cualquiera de los dos agentes de la BKA que los acompañaban en el BMW hubieran mirado atrás, habrían visto que la puerta principal del palacio se abría y que salía el chófer del Mercedes negro, y no escoltando a Scholl ni a ninguno de los célebres invitados, sino a Joanna. El chófer la ayudó a subir al asiento de atrás, cerró la puerta y se colocó al volante. Se ajustó el cinturón, encendió el contacto y partió, dando una vuelta alrededor de la explanada y luego girando a la izquierda en Spandauer Damm, en dirección opuesta a la que enfilaba el BMW de Remmer. Un momento después, el chófer vio un Volkswagen sedán de color plateado que salía del aparcamiento, giraba en sentido contrario al tráfico y se introducía en el carril detrás de él. Sonrió cuando vio que lo seguían. Lo único que hacía era llevarla a un hotel y no había ninguna ley que se lo prohibiera.

Sola en el asiento de atrás, Joanna se hundió en el abrigo intentando no llorar. No sabía qué había sucedido, excepto que Salettl la había despedido en el último momento sin siquiera darle la oportunidad de decirle adiós a Elton Lybarger. Salettl había entrado en la habitación de Lybarger y se había apartado con ella no bien habían salido los policías.

– Tu relación con el señor Lybarger ha terminado -le comunicó a Joanna. Parecía nervioso, sumamente agitado. Y de pronto, cambiando totalmente de actitud, se volvió casi cariñoso-. Será mejor tanto para él como para ti que no penséis más en ello -sentenció, y le entregó un pequeño paquete envuelto en papel de regalo-. Esto es para ti -‹lijo-. Prométeme que no lo abrirás hasta llegar a casa.

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