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– ¡Me pagaron para hacerlo!… Por dinero -tosió Kanarack. El aire que espiraba le abrasaba la garganta seca.

– ¿Te contrataron? -Osborn no cabía en sí de asombro. No era eso lo que habría esperado. Siempre había considerado que la muerte de su padre era producto de la acción fortuita de un enajenado. A falta de otros móviles, lo mismo había pensado la policía. Aquello era el acto de un hombre, decían, que seguramente odiaba a su padre, a su madre, hermanos o hermanas. Osborn siempre había pensado en aquel acto como la expresión de una ira insostenible y acumulada durante largos años, desatada de pronto al azar e irreflexivamente. Su padre estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.

Pero ahora Kanarack le estaba contando algo totalmente diferente, algo que no tenía sentido. Su padre diseñaba instrumentos. Un hombre común y corriente, tranquilo, que no le debía un céntimo a nadie y que jamás había alzado la voz en toda su vida. Era difícilmente el tipo de hombre a quien alguien vendiera para matar. De pronto se le ocurrió que Kanarack le mentía.

– ¡Dime la verdad, embustero hijo de puta! -chilló Osborn, y en un arranque de furia arrastró a Kanarack del coche tirándole del pelo. Kanarack lanzó un grito de agonía. Sintió que se le desgarraba la garganta y se le inflamaban los pulmones. Un momento después estaban en el río con el agua hasta las rodillas. Osborn tenía la jeringa en la mano. De pronto hundió a Kanarack en el agua. Lo sostuvo adentro, contó hasta diez y lo sacó.

– ¡Dime la verdad, maldita sea!

Tosiendo y luchando por respirar, Kanarack estaba horrorizado. ¿Por qué no lo creía aquel tipo? Que lo matara, por favor, pero no de esa manera.

– Yo soy… -susurró, ronco-. Tu padre…, otros tres… además…, en Wyoming… Nueva Jersey…, otro en California. Todos para la misma gente. Y luego… intentaron… matarme.

– ¿Quiénes son todos ésos? ¿De qué cono estás hablando?

– No me creerás. -Kanarack apenas respiraba intentando escupir el agua del río.

La corriente creaba remolinos a su alrededor y la lluvia caía en olas, y en la oscuridad total era casi imposible ver. Osborn apretó a Kanarack por el cuello y le puso la jeringa ante los ojos.

– Inténtalo -dijo.

Kanarack sacudió la cabeza.

– ¡Dímelo! -chilló Osborn, y volvió a hundirlo en el agua. Lo sacó, le rasgó el mono y le colocó la jeringa contra el bíceps.

– Por última vez -susurró Osborn-, dime la verdad.

– ¡Por favor, no! -Rogó Kanarack-. Por favor…

De pronto, Osborn relajó la presión. Había visto algo en la mirada de Kanarack que le decía que el tipo no mentía, que nadie mentiría en una situación como ésa.

– Dime un nombre -dijo Osborn-. ¿Quién te dio el contacto, quién te encargó el trabajo?

– Scholl… Erwin Scholl. Erwin, con E -dijo Kanarack, y recordó el rostro de Scholl. Un hombre alto y atlético en traje de tenis. En 1966, a Kanarack lo habían enviado a una casona en Long Island, recomendado para la faena por un coronel jubilado del ejército de Estados Unidos. Scholl se había mostrado amable. El acuerdo se saldó con un apretón de manos. Cada misión le reportaría veinticinco mil dólares en efectivo. Le daban el cincuenta por ciento para empezar y el resto se lo daría Scholl al terminar. Cumplida la tarea, había vuelto donde Scholl a cobrar. Este le pagó lo que le debía y, después de agradecerle ceremoniosamente, lo acompañó a la salida. Y luego, tan sólo unos minutos después, cuando Kanarack volvía a la ciudad, una limusina le había preparado una encerrona. Se bajaron dos tipos con armas automáticas. Pero Kanarack los liquidó a ambos con una escopeta y se dio a la fuga. Más tarde habían intentado acertarle en tres ocasiones sucesivas: en su piso, en un restaurante y en la calle. El los había eludido cada vez pero ellos siempre parecían saber dónde estaba o estaría, lo que significaba que sólo era una cuestión de tiempo que lo cercaran. Fue entonces cuando, con la ayuda de Agnés Demblon, elaboró su plan. Mató a su socio y quemó el cadáver en su propio coche para simular un ajuste de cuentas con la Mafia. Luego desapareció.

– ¿Erwin Scholl, de dónde? -preguntó Osborn, que seguía sosteniendo a Kanarack a pocos centímetros del agua pidiéndole que confirmara lo que había dicho.

– Long Island… una casa grande en la playa de Westhampton -dijo Kanarack.

– ¡Hostia, hijo de puta!

Osborn tenía lágrimas en los ojos. Se sentía totalmente desconcertado. Kanarack no era ningún salvaje enajenado que hubiera asesinado a su padre por mera perversión. Era un asesino profesional que cumplía con su trabajo. De pronto su crimen se había despersonalizado. Las emociones humanas no habían tenido nada que ver. No se trataba más que de una transacción comercial.

Ahora volvía a surgir el mismo monstruoso porqué. Entonces se dio cuenta. Había sido un error, no había otra explicación. Tenía que haber sido un error. Volvió a apretarle el cuello a Kanarack.

– ¿Me estás diciendo que te cargaste al hombre que no debías? Confundiste a mi padre con otra persona…

Kanarack negó con un gesto de cabeza.

– No, era él. Los demás también.

Osborn se lo quedó mirando. ¡Aquello era una locura! ¡Imposible!

– ¡Hostia! -aulló-. ¿Por qué?

Kanarack miraba el torrente de agua a su alrededor. Se le hacía más fácil respirar y volvía a sentir los brazos y las piernas. Osborn sostenía la jeringa en la mano. Tal vez aún tenía una oportunidad. De pronto Osborn miró hacia un lado como si algo le hubiera distraído. Kanarack siguió su mirada. Un hombre alto de impermeable y sombrero bajaba por la rampa hacia ellos. Llevaba algo en la mano. Lo levantó.

Una fracción de segundo más tarde restalló un ruido parecido al de diez pájaros carpinteros picando al unísono. De pronto, el agua en torno a ellos comenzó a hervir. Osborn sintió que algo le golpeaba en el muslo y cayó hacia atrás. El agua seguía borboteando. Intentó levantarse y vio que el hombre del sombrero se adentraba en el agua con aquella cosa en la mano que seguía restallando.

Osborn se volvió, se hundió en el agua y nadó. Arriba, en la superficie, restallaban leves ruidos como perdigones. Bajo el agua, la escasa luz desapareció y Osborn nadó sin tener idea hacia dónde se dirigía. Golpeó contra algo que pareció enganchársele al cuerpo. Luego lo llevó la corriente y con aquello colgándole de la ropa, lo arrastró río abajo. Estaban a punto de reventarle los pulmones pero la fuerza de la corriente lo impulsaba hacia el lecho del río. Volvió a sentir aquella cosa que golpeaba contra él y se dio cuenta de que se le había enganchado. Intentó doblarse y librarse de ella. Era algo abultado como un tronco recubierto de musgo y parecía adherido a él. Sintió que los pulmones le reventaban hacia dentro.

Tenía que tragar aire. Fuera lo que fuese que se le había adherido, debía ignorarlo y hacer todo lo posible para salir a la superficie. Lanzó un fuerte golpe con los pies, se impulsó con los brazos y nadó hacia arriba.

Un instante después alcanzó el aire y comenzó a tragarlo desesperadamente a pulmón abierto. Al mismo tiempo se dio cuenta de que flotaba a una velocidad considerable. Miró a su alrededor y alcanzó a divisar la orilla distante del río. Volviéndose aún más vio los faros de los coches que circulaban por el camino del río y se dio cuenta de que se encontraba en medio del cauce, llevado por la recia corriente del Sena.

Aquello que se le había enganchado se soltó cuando él llegaba a la superficie, o al menos lo pensó porque ya no lo sentía. Fluía libre con la corriente cuando de pronto volvió a tocarlo. Se volvió y vio un objeto oscuro con una protuberancia musgosa en el extremo más cercano. Intentaba alejarlo cuando del agua emergió una mano, una mano humana que se le colgó del brazo. Osborn dejó escapar un chillido de terror e intentó desprenderse. Pero la mano lo tenía firmemente asido. Vio que lo que había confundido con musgo era el pelo de una cabeza. En la distancia resonó el rugido de un trueno. De pronto, la lluvia cayó torrencialmente. Osborn se estiró y mientras intentaba desesperadamente liberarse de los dedos que lo apretaban, aquella cosa salió a flote y se arrastró a su lado. El lanzó un grito e intentó separarla pero no se desprendió. Luego, a la luz de un relámpago vio que estaba mirando una sanguinolenta cuenca de ojo salvajemente desgarrado. La otra cuenca estaba completamente vacía, sólo un amasijo de carne donde el rostro había recibido el disparo. Un momento más tarde, aquella cosa se retorció hacia arriba y emitió un potente rugido. Luego la mano se quedó lacia y se desprendió de su brazo y lo que quedaba de Henri Kanarack se perdió en la corriente.

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