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Salettl hizo una seña a un camarero, se sirvió una copa de champán y miró su reloj. Eran las ocho menos ocho de la noche. A las ocho y cinco, se conduciría a los invitados por la gran escalera hasta la galería dorada, donde se serviría la cena. A las nueve, se disculparía y se dirigiría al mausoleo, y revisaría los últimos preparativos de Von Holden para el protocolo exclusivo que tendría lugar después del discurso de Lybarger. Hacia las nueve y diez, Salettl se dirigiría a las dependencias de Lybarger, donde éste, en compañía de Joanna, Eric y Edward, se encontraría en las etapas finales de sus preparativos.

Se apartaría con Joanna y le diría que su tarea había terminado y la despediría. Luego le ordenaría a un chofer que la sacara inmediatamente del palacio. Eso significaba que, después de que Joanna se marchara y con excepción del equipo de seguridad rigurosamente seleccionado, el edificio entero se vería libre de la presencia de personas ajenas. A las nueve y cuarto, Lybarger haría su aparición en la galería dorada. Su discurso debía concluir a las nueve y media y todo habría terminado hacia las diez menos cuarto de la noche.

Behrenstrasse era una calle de pequeñas casas alineadas junto a árboles centenarios y nobles. Una pareja que paseaba después de la cena pasó bajo una farola que los iluminó y luego siguieron, en el momento en que el taxi de Von Holden se detenía delante del número cuarenta y cinco.

Le dijo a la taxista que esperara, se bajó, cruzó la puerta de una verja de hierro y subió rápidamente las escaleras del edificio de cuatro pisos. Tocó el timbre, se apartó unos pasos y miró hacia arriba. El cielo claro de la tarde se había cubierto y el informe meteorológico anunciaba llovizna y niebla por la noche. Era una mala señal. Con la niebla, los aviones no podrían despegar y Scholl debía salir esa misma noche a su hacienda en Argentina, inmediatamente después de la ceremonia de Charlottenburg. De todas las noches posibles, ése era el peor momento.

Se oyó un ruido seco y la puerta se abrió repentinamente. Un anciano sumamente delgado de unos sesenta años lo miró por la abertura.

– Guten Abend -dijo cuando reconoció a Von Holden, y se apartó para dejarlo entrar.

– Buenas noches, Herr Frazen.

Dos mujeres y un hombre, todos de la edad de Frazen, levantaron la mirada de una mesa donde jugaban a las cartas cuando pasó Von Holden y desapareció por el pasillo. Las mujeres dejaron escapar una risilla infantil en reconocimiento a lo elegante que estaba Von Holden vestido de frac. Los hombres les dijeron que se callaran y que no tenían por qué opinar sobre el traje de Von Holden ni sobre lo que hiciera allí a aquellas horas de la noche.

Al final del pasillo, Von Holden abrió una puerta y entró en un pequeño estudio revestido de madera. Cerró rápidamente la puerta, le volvió a echar llave y se dirigió a un gran reloj de pie en el rincón, detrás de un escritorio macizo. Abrió el reloj, sacó la llave de la cuerda y la introdujo en un agujero casi imperceptible, situado en el lado izquierdo. La giró un cuarto de vuelta y se abrió por ese lado dejando al descubierto una puerta de acero inoxidable pulida y brillante con un tablero digital encastrado en el rincón superior derecho. Como ante un cajero automático, Von Holden introdujo su código. La puerta se abrió inmediatamente y apareció un pequeño ascensor. Von Holden entró, la puerta se cerró y la cubierta de madera volvió a su lugar.

El ascensor bajó durante tres minutos. Al detenerse, Von Holden salió a una gran habitación rectangular, a cien metros bajo la superficie de la Behrenstrasse. La habitación estaba totalmente vacía. El suelo, el techo y las paredes estaban construidos con el mismo material, módulos cuadrados de mármol negro de treinta centímetros de espesor y de metro y medio de lado.

Al otro extremo de la habitación había un tablero luminoso de acero que parecía una especie de escultura abstracta. Los pasos de Von Holden resonaron en el suelo cuando se acercó. Llegó y se plantó directamente enfrente.

– Lugo -dijo, y pulsó los diez números de su identificación seguido de «Bertha», el nombre de su madre.

A su izquierda se abrió uno de los cuadrados y Von Holden penetró por un pasillo escasamente iluminado. Al igual que la habitación exterior, éste también estaba recubierto de mármol. La única diferencia era que en lugar del negro brillante de afuera, el mármol del pasillo era de un azul blanquecino, lo cual producía un efecto casi etéreo. El pasillo medía cerca de sesenta metros y no tenía puertas, no comunicaba con otros pasillos ni albergaba ninguna decoración. Al final había otro ascensor. Von Holden comunicó verbalmente el mismo número de identificación, aunque esta vez añadió un segundo: 86672.

Ciento cincuenta metros más abajo, el ascensor se detuvo.

– Lugo -repitió Von Holden, la puerta se abrió y él entró en «das Garten», el Jardín, un lugar conocido por sólo una docena de personas. Cada vez que llegaba a ese punto, Von Holden sentía que entraba en el escenario de una película de ciencia ficción. Incluso la entrada a través de la vieja casa particular, la puerta oculta y el panel corredero, parecían salidos de un antiguo melodrama teatral.

Sin embargo, a pesar de ese despliegue fantástico, no era un estudio de cine. Diseñado en 1939, la construcción original databa de entre 1942 y 1944, cuando el espionaje antinazi comenzaba a infiltrarse a los niveles más altos en el Estado mayor del ejército alemán y los bombarderos aliados penetraban cada vez más profundamente en el corazón del Tercer Reich.

La existencia de das Garten, con su nombre sencillo e inocuo, era tan secreta que al comienzo de su construcción se cavó un túnel lateral a partir de una línea de metro cercana, cerrada luego por reparaciones. La tierra excavada de los huecos del ascensor, los pasillos y las habitaciones fue transportada hasta la línea de metro por vagones mineros sobre los rieles. Los equipos, los trabajadores y los materiales fueron trasladados por el mismo medio.

A pesar de que habían participado cuatrocientos hombres en la construcción, en turnos de veinticuatro horas durante veintiún meses, nadie, ni los habitantes de la Behrenstrasse ni el resto de la población de Berlín, se enteró de lo que estaba sucediendo bajo sus pies. Como precaución final, los cuatrocientos hombres que lo habían construido, arquitectos, ingenieros y obreros, fueron gaseados y enterrados bajo los mil metros cúbicos de cemento en la base del segundo ascensor mientras bebían champán y celebraban el final de los trabajos.

A los parientes que inquirieron sobre su desaparición, se les dijo que habían caído víctimas de los bombardeos de los aliados. Los que persistieron en su investigación fueron eliminados. Más tarde, a lo largo de los años, con los adelantos electrónicos y estructurales, el pequeño número de diseñadores, ingenieros y obreros empleados rigurosamente seleccionados, sufrieron la misma suerte, aunque con métodos mucho más particulares y clandestinos. Un accidente de coche, una muerte por descarga eléctrica, un envenenamiento fortuito, un lamentable accidente de caza. Métodos trágicos pero comprensibles.

Así, con la excepción de un puñado selecto de altos mandos nazis que sabían de su existencia, la gigantesca obra de das Garten sencillamente no existía. Y ahora, casi medio siglo después, con la excepción de Scholl, Von Holden y los pocos cabecillas de la Organización, nadie sabía aún de su existencia.

Se abrió una puerta frente a donde se encontraba y Von Holden accedió por un largo pasillo tubular forrado con miles de baldosas de cerámica. Eran las ocho y diez. Cualquiera que hubiera sido el resultado de la operación en el hotel Borggreve, tenía que olvidarse. Más allá de lo que había visto, no contaba con información. Por lo tanto, no podía hacer más que seguir las instrucciones como se le había ordenado.

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