Cadoux estaba mudo de asombro y la situación aumentaba su sentido de frustración. El seguimiento al que había sometido a Klass sólo había arrojado el resultado de una cena con su mujer el sábado por la noche, la misa el domingo por la mañana y el regreso al trabajo como de costumbre la mañana del día siguiente. El teléfono pinchado tampoco había dado resultados. En relación al caso de Antoine, éste habría regresado a casa después de una cena con su hermano y se habría ido directamente a la cama. Por algún motivo se levantó para ir a su estudio antes del amanecer, lo cual no era habitual en él. Y hete aquí que su mujer lo encontró a las siete y media. Estaba tendido en el suelo junto a la mesa con su Beretta de nueve milímetros a un lado sobre la moqueta. El arma había sido disparada una vez y Antoine tenía una sola herida de bala en la sien derecha. El informe de balística demostraba que la bala provenía del arma encontrada en poder de Antoine. Las puertas de fuera estaban cerradas, pero el seguro de una ventana de la cocina estaba abierto, de modo que era posible que alguien hubiese entrado y salido por allí, si bien no había huellas que lo demostraran.
– O puede que solamente hubiera salido -dijo Noble.
– Sí, también pensamos eso -dijo Cadoux con su marcado acento francés-, que Antoine dejara entrar a alguien por la puerta principal y luego la volviera a cerrar. Por la hora, debía de haber conocido a quien hubiera entrado, o no le habría abierto. Luego lo mataron y salieron por la ventana. Pero no había huellas de que hubiera sucedido y el dictamen final del forense fue suicidio.
Noble estaba más desconcertado que nunca. Todo aquel que conocía a Albert Merriman estaba muerto o destinado a ser una víctima y el hombre que lo había descubierto por las huellas dactilares parecía absolutamente inocente.
– Cadoux -dijo Noble-, en Interpol, Washington, ¿con quién contactó Klass para que pidieran el expediente de Merriman a la policía de Nueva York?
– Con nadie.
– ¿Cómo es posible?
– Washington no guarda ningún registro de la solicitud.
– Eso es imposible. Se les envió un fax directamente desde Nueva York.
– Viejos códigos, amigo mío -dijo Cadoux-. En el pasado, los jefes de Interpol tenían claves privadas con acceso a información que nadie más podía obtener. Esa práctica ya no está vigente. Sin embargo, aún hay quienes recuerdan las claves y las utilizan y no hay manera de seguirles la pista. Tal vez la policía de Nueva York enviara un fax a Washington que llegara directamente a Lyón, lo cual significa que electrónicamente pasó por alto la etapa de Washington.
– Cadoux -dijo Noble vacilante-, ya sé que Mc-Vey se opondría a esto, pero creo que se nos acaba el tiempo. Detenga discretamente a Klass y que lo interroguen. Si quiere, yo mismo puedo ir. Es la única pista que tenemos.
– Ya entiendo. Estoy de acuerdo con usted. Dígame algo sobre McVey en cuanto sepa algo de él. Para bien o para mal. ¿De acuerdo?
– Sí, de acuerdo, para bien o para mal.
Noble colgó y se quedó pensando un rato. Luego buscó sus pipas detrás de la mesa, escogió una de calabaza amarilla y la llenó de tabaco.
Si McVey y Osborn no habían cogido el tren de París-Meaux y por cualquier motivo no habían podido contactar con su piloto en la pista de Meaux, estarían allí cuando aterrizara mañana. Pero veinticuatro horas era una espera demasiado larga. Noble le había dicho a Cadoux que suponía que iban en el tren. Y ahora actuaría en consecuencia con ese dato. Si estaban muertos, no había nada que hacer pero si estaban vivos, había que sacarlos de Francia enseguida, antes de que los descubrieran.
Poco después de las once menos cuarto, casi cuatro horas después del descarrilamiento, una periodista alta, delgada y muy atractiva, portadora de credenciales del periódico Le Monde, aparcaba su coche junto a los demás vehículos de la prensa en el arcén del camino. Luego se unió al enjambre de periodistas que ya habían llegado al escenario de la catástrofe.
Las tropas de la Guardia Nacional francesa se habían unido a la policía de Meaux y a los bomberos en los trabajos de rescate. Se contaban hasta trece muertos incluyendo al maquinista del tren. Otros treinta y seis estaban hospitalizados, veinte en estado grave y otros quince internados con quemaduras leves ya habían recibido el alta. El resto aún yacía sepultado bajo los hierros y los cálculos más sombríos calculaban que pasarían horas e incluso días antes de llegar al recuento definitivo.
– ¿Hay una lista de nombres por nacionalidades? -preguntó la periodista al entrar en una gran tienda de campaña montada para la prensa a unos veinte metros de los rieles.
Pierre André era un hombre de mediana edad y trabajaba como enfermero de la Guardia Nacional y responsable de la identificación de las víctimas. Levantó la mirada de su mesa de trabajo y vio la credencial de Le Monde, luego la miró a ella y sonrió, quizá la única sonrisa que había regalado en todo el día. Avril Rocard era realmente atractiva.
– Sí, señora -dijo André, y se volvió enseguida hacia un subordinado-. Teniente, por favor, entréguele a la señora una lista de muertos y heridos.
El oficial sacó una hoja de una carpeta que tenía enfrente y cuadrándose se la entregó.
– Mera -dijo ella.
– Debo advertirle, señora, que falta mucho para completarla. Tampoco se puede publicar antes de que se notifique a los familiares -dijo Pierre André, esta vez sin la sonrisa.
– Desde luego.
Avril Rocard trabajaba como detective en París y era especialista en asuntos de falsificación de monedas en el gobierno francés. Sin embargo, su presencia allí como enviada de Le Monde no respondía a una misión del gobierno ni de la Prefectura de Policía de París. La había enviado Cadoux. Eran amantes desde hacía una década y Avril era la única persona en toda Francia en la que Cadoux podía confiar como en sí mismo.
Se alejó y revisó la lista. La mayoría de los pasajeros identificados eran franceses. También había dos alemanes, un suizo, un sudafricano, dos irlandeses y un australiano. No había americanos.
Avril Rocard abandonó la escena en dirección a su coche, abrió la puerta y entró. Cogió el teléfono celular, marcó un número en París y esperó mientras comunicaba con Lyón.
– ¿Sí? -La voz de Cadoux se oía nítidamente.
– Hasta el momento, nada. No hay ningún americano en la lista.
– ¿Qué aspecto tiene el asunto?
– Se parece al infierno. ¿Qué hago?
– ¿Alguien te ha dicho algo por la credencial?
– No.
– Entonces, quédate hasta que hagan el recuento de todas las víctimas.
Avril Rocard colgó y devolvió lentamente el auricular a su sitio. A sus treinta y tres años, Avril ya debería tener un hogar y un hijo. Al menos debería tener un marido. ¿Por qué diablos se dedicaba a hacer esto?