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– Halder, Rudolph. Interpol, Viena. Trabajó con Klass en la huella dactilar de Merriman. Oiga, McVey, ¿conoce usted a Manny Remmer? L

– De la Policía Federal alemana.

– Es un viejo amigo, trabaja fuera de la oficina central, en Bad Godesburg. Vive en una región llamada Rungsdorf. No es demasiado tarde. Llámelo a casa. Dígale que llama de mi parte y que quiere saber todo lo que pueda averiguar sobre Klass y Halder. Si hay algo, él lo encontrará. Puede confiar en él… McVey -añadió Noble, con un dejo de inquietud en la voz-, creo que se las ha apañado para abrir una lata más o menos espesa de repugnantes gusanos. Y, sinceramente, creo que debería salir de París cuanto antes.

– ¿Cómo, dentro de una caja o en una limusina?

– A algún lugar adonde pueda llamarlo dentro de noventa minutos.

– No hace falta que me llame. Yo lo llamaré a usted.

Eran más de las nueve y media cuando McVey llamó a la puerta de la habitación de Osborn. Este la abrió hasta la cadena de seguridad y miró por la abertura.

– Espero que le guste la ensalada de pollo -dijo McVey.

En una mano llevaba una bandeja con ensalada de pollo cubierta con papel celofán y en la otra sostenía una cafetera y dos tazas. Había conseguido que un empleado sumamente irritable se lo preparara todo a punto de cerrar la cafetería del hotel.

A las diez, el café y la ensalada habían desaparecido y Osborn se paseaba de un lado a otro moviendo los dedos de la mano herida sin darse cuenta mientras Mc-Vey, mirando su libreta de notas, permanecía inclinado sobre la cama, que usaba como mesa de trabajo.

– Merriman le dijo que un tal Erwin Scholl -Erwin, con «E»- de Westhampton Beach, Nueva York, le había pagado para que matara a su padre y a otras tres personas en 1966.

– Así es -dijo Osborn.

– De los otros tres, uno fue en Wyoming, otro en California y el tercero en Nueva Jersey. Merriman hizo el trabajo sucio y le pagaron. Luego Scholl intentó liquidarlo.

– Sí.

– No dijo nada más, sólo los nombres de los Estados. ¿No dio nombres de víctimas, ciudades?

– Sólo los Estados.

Me Vey se incorporó y entró en el cuarto de baño.

– Hace casi treinta años, un tal Erwin Scholl contrata a Merriman para que asesine a ciertas personas. Luego ordena liquidarlo a él. La vieja táctica de matar al asesino. Así se asegura de sepultar el trabajo que ha encargado porque no quedan cabos sueltos que puedan hablar.

Me Vey sacó el vaso del envoltorio sanitario, lo llenó de agua, volvió a la habitación y se sentó.

– Pero Merriman fue más listo que la gente de Scholl, se preparó una muerte falsa y desapareció. Scholl, suponiendo que Merriman había muerto, se olvidó de él. Pero sólo hasta que usted contrató a Jean Packard para buscarlo. -McVey bebió un sorbo de agua. Había estado a punto de mencionar al doctor Klass y el asunto de Interpol, Lyón. Pero no tenía por qué contárselo todo a Osborn.

– ¿Usted cree que Scholl está implicado en todo lo que ha sucedido en París? -preguntó Osborn.

– Y en Marsella y en Lyón, treinta años después. Aún no sé quién es este Scholl. Tal vez esté muerto o no exista.

– Entonces, ¿quién está detrás de todo este asunto?

Inclinado sobre la cama, McVey escribió algo en su libreta raída y luego miró a Osborn.

– Doctor, ¿cuándo vio al hombre alto por primera vez?

– En el río.

– ¿No antes?

– No.

– Piense en lo que había sucedido antes. Ese mismo día más temprano o el día anterior.

– No.

– Le disparó a usted porque lo había visto con Merriman y no quería dejar testigos. ¿Es eso lo que piensa?

– ¿Qué otro motivo podía tener?

– Bueno, para empezar, podía haber sido al revés, que hubiera venido a matarlo a usted y no a Merriman.

– ¿Por qué? ¿De qué me conocía? Y aunque así fuera, ¿por qué habría liquidado a toda la familia de Merriman después?

Osborn tenía razón. Al parecer, nadie sabía que Merriman estuviera vivo hasta que Klass descubrió su huella digital. Luego lo habían liquidado. Probablemente, como había sugerido Lebrun, para que no hablara, puesto que sabían que una vez que la policía tuviera las huellas, lo encontrarían en un abrir y cerrar de ojos. Puede que Klass hubiera retrasado lo de la huella dactilar, pero no podía negar su existencia, porque demasiada gente en Interpol sabía lo contrario. De modo que había que eliminar a Merriman porque podía hablar si lo atrapaban. Y puesto que había estado fuera del mundillo durante unos veinticinco años, sólo podía haber hablado respecto de sus misiones precisamente dentro del mundillo, fecha que coincidía casi exactamente con los trabajos ejecutados por cuenta de Erwin Scholl. Por eso habían liquidado a Merriman y a todos con quienes pudiera haber hablado del asunto. Para que él o ellos no hablaran de lo que hacía cuando trabajaba para Scholl o, al menos, para no implicar a Scholl en una acusación de asesinato por convenio. Eso quería decir que no sabían quién era Osborn o que habían pasado por alto la relación entre él y una de las víctimas de Merriman y…

– ¡Hostia! -dijo McVey, en voz baja. ¿Cómo no lo había visto antes? La respuesta a lo que estaba sucediendo no tenía que ver con Merriman o con Osborn sino con las cuatro personas que Merriman había liquidado treinta años antes, entre ellos el padre de Osborn.

McVey se encontraba bajo el efecto de un golpe de adrenalina.

– ¿En qué trabajaba su padre? -preguntó.

– ¿Su profesión?

– Eso.

– Pues… inventaba cosas -dijo Osborn.

– ¿Qué diablos quiere decir?

– Por lo que recuerdo, en aquel entonces trabajaba en algo parecido a un banco de cerebros de alta tecnología. Discurría algo y luego construía el prototipo de su idea. Creo que estaba relacionado sobre todo con el diseño de instrumentos médicos.

– ¿Recuerda el nombre de la empresa?

– Se llamaba Microtab. Recuerdo muy bien el nombre porque enviaron una gran corona de flores cuando murió mi padre. El nombre estaba en la tarjeta pero no apareció ningún directivo de la empresa -recordó Osborn, con la mirada en el vacío.

McVey entendió el profundo dolor de Osborn. Sabía que tenía el funeral en su memoria como si hubiera ocurrido ayer. Seguramente le había sucedido lo mismo al ver a Merriman en la cervecería.

– Esta empresa Microtab, ¿estaba en Boston?

– No, en Waltham, es un suburbio.

McVey escribió: Microtab, Waltham, Mass. 1966.

– ¿Tiene idea de cómo trabajaba? ¿Trabajaba solo o en equipo?

– Mi padre trabajaba solo. Todos trabajaban solos. No se les permitía a los empleados hablar sobre sus trabajos incluso entre ellos. Recuerdo que en una ocasión mi madre discutió de eso con él. Ella pensaba que era ridículo que no pudiera hablar con el tipo del despacho de al lado. Después, supuse que tenía que ver con las patentes y ese tipo de cosas.

– ¿Sabe algo del invento en que trabajaba cuando lo mataron?

Osborn sonrió levemente.

– Sí, lo había terminado y lo llevó a casa para enseñármelo. Estaba orgulloso de su trabajo y solía mostrarme las cosas que hacía. Aunque supongo que no debía haberlo hecho.

– ¿Qué era?

– Un bisturí.

– ¿Un bisturí? ¿De cirugía? -McVey sintió que se le erizaban los pelos de la nuca.

– Sí.

– ¿Recuerda usted qué forma tenía? ¿Por qué era diferente de otros bisturíes?

– Era una pieza fundida en una aleación especial capaz de soportar variaciones extremas de temperatura y conservar sus cualidades quirúrgicas. Tenía que montarse en un brazo robotizado y manejarse por ordenador.

Ya no eran sólo los pelos de la nuca lo que McVey sentía.

Era como si le hubieran vaciado cubos de hielo por la espalda.

– Alguien iba a trabajar quirúrgicamente bajo temperaturas extremas. ¿Con un robot que manejara el bisturí de su padre y levara a cabo la operación?

– No lo sé. No olvide que en aquellos años los ordenadores eran unos aparatos gigantescos y ocupaban una habitación entera. De modo que no sé hasta qué punto habría sido práctico, aunque funcionara.

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