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– ¿Vera Monneray? -preguntó.

Hubo una pausa.

– Oui -contestó ella.

McVey colgó. Al menos uno de ellos aún estaba allí dentro.

– ¿Vera Monneray, 18 Quai de Bethune? ¿Un número y una dirección? -McVey cerró la carpeta abierta y se quedó mirando a Lebrun-. ¿Eso es toda la ficha?

Lebrun apagó un cigarrillo y asintió con un gesto de cabeza. Pasaban unos minutos de las seis de la tarde y se encontraban en el cubículo que Lebrun ocupaba como despacho en la cuarta planta de la Prefectura de Policía.

– Un chico de diez años escribiendo guiones para la tele se inventaría algo mejor -alegó McVey, con un tono de irritación poco habitual en él. Había pasado gran parte de la tarde, ilegalmente, en la habitación del hotel de Paul Osborn, sin encontrar nada más que ropa sucia, cheques de viaje, vitaminas, antihistamínicos, píldoras para el dolor de cabeza y condones. Con la excepción de los condones, no había nada que él mismo no tuviera en su habitación del hotel. No era que estuviera contra las gomas, era que el sexo había dejado de interesarle desde la muerte de Judy, cuatro años antes. Durante todos los años que estuvieron casados, McVey había cultivado fantasías sensacionales sobre cómo hacérselo con todo tipo de mujeres, desde las adolescentes púberes hasta mujeres estilo perfumes Avon de mediana edad, y había conocido a muchas que estaban dispuestas a bajarse las bragas sin chistar delante de un inspector de Homicidios, pero él nunca se había prestado a ello. Y luego, cuando Judy se fue, nada de nada, ni siquiera las fantasías, parecían valer la pena. Era como un hombre que se había estado muriendo de hambre y que de pronto perdía el apetito.

Los únicos objetos de relativo interés entre las pertenencias de Osborn eran las facturas de restaurantes que había guardado en la sección de «actividades del día» de su agenda. Tenían la fecha de viernes, 30 de septiembre y sábado, 1 de octubre. El viernes correspondía a Ginebra y el sábado, a Londres. Las facturas eran de dos personas. Pero no había nada más. Así, Osborn había invitado a comer a alguien en las dos ciudades. Y lo mismo habían hecho cientos de miles de personas. McVey le había dicho a la policía de París que había estado solo en el hotel en Londres. Probablemente no le habían preguntado por la cena, sobre todo porque no tenían ningún motivo para preguntárselo. No más de los que ahora tenía McVey para relacionarlo a él con los crímenes de las decapitaciones.

Lebrun sonrió ante la consternación profunda de McVey.

– Amigo mío, se olvida usted de que está en París.

– ¿Qué significa eso?

– Significa, mon ami, que un chico de diez años que escriba un guión de teleserie… -dijo Lebrun, e hizo una pausa muy efectista- probablemente no estará acostándose con el Primer Ministro.

A McVey se le desencajó la mandíbula.

– ¿Está bromeando?

– No estoy bromeando -dijo Lebrun, y encendió otro cigarrillo.

– ¿Osborn lo sabe?

Lebrun se encogió de hombros.

McVey le lanzó una mirada furibunda.

– O sea que no la podemos tocar, ¿no es así?

– Oui -dijo Lebrun, con una leve sonrisa en los labios-. Los inspectores de Homicidios veteranos, aunque sean americanos, deberían conocer las sorpresas que depara «l'amour». O saber que sus ramificaciones pueden ser sumamente complicadas.

McVey se levantó.

– Si me lo permite, vuelvo a mi hotel y me voy a Londres -advirtió-. Y si tiene usted otros sospechosos tan importantes, verifíquelos personalmente, ¿vale?

– Recuerdo habérselo ofrecido en esta ocasión -dijo Lebrun, con un amago de sonrisa-. Pero puede que recuerde que la idea de venir a París fue suya.

– La próxima vez, convénzame de lo contrario -dijo McVey, y se dirigió a la puerta.

– McVey -dijo Lebrun, y se inclinó para apagar el cigarrillo-. No pude ponerme en contacto con usted esta tarde.

McVey no dijo nada. Sus métodos de investigación eran muy particulares, y no siempre eran cabalmente legales, ni solían implicar a sus compañeros, incluyendo la Prefectura de Policía de París, Interpol, la Policía Metropolitana de Londres y el Cuerpo de Policía de Los Angeles.

– Querría haber podido dar con usted -dijo Lebrun.

– ¿Por qué? -preguntó McVey, con voz inexpresiva, pensando que tal vez Lebrun sabía algo y lo estaba poniendo a prueba.

Lebrun abrió el cajón de su escritorio y sacó otra carpeta.

– Estábamos investigando esto -dijo, pasándosela a McVey-. Podría habernos servido su experiencia.

McVey lo miró un momento y luego abrió la carpeta.

En sus manos sostenía las fotos de un asesinato encarnizadamente violento. Un hombre yacía muerto en lo que parecía un apartamento. Fotos más detalladas mostraban primeros planos de sus rodillas. Ambas habían sido destrozadas por un solo y potente disparo.

– Es un Colt 38 automático, fabricado en Estados Unidos, con silenciador. Lo encontramos a su lado. La cacha tenía cinta adhesiva. No hay huellas ni número de registro -advirtió Lebrun, con voz queda.

McVey miró las otras dos fotos. La primera era del rostro del hombre. Estaba hinchado hasta tres veces el tamaño normal, y los ojos se le salían del cráneo en una expresión de terror. En torno al cuello tenía enrollado un cable de alambre que podría haber sido un colgador. La segunda foto era de las partes bajas. Los genitales de la víctima habían sido destrozados de un disparo.

– ¡Jooder! -murmuró McVey, por lo bajo.

– Fue la misma arma -dijo Lebrun.

– Alguien quería que hablara -dijo McVey, y lo miró.

– Si hubiera sido yo la víctima, les habría dicho lo que hubieran querido -dijo Lebrun-. Sólo con la esperanza de que me mataran.

– ¿Por qué me enseña esto? -inquirió McVey. La Prefectura Central de la Policía de París tenía un expediente brillante en lo que se refería a las investigaciones de homicidios en la región metropolitana. Era evidente que no necesitaban sus consejos.

– Porque no quiero que vuelva a Londres tan precipitadamente.

– No lo entiendo -dijo McVey, y volvió a mirar la carpeta abierta.

– Se llama Jean Packard. Trabajaba como detective privado para la oficina de París de Kolb International. El martes, el doctor Osborn lo contrató para que localizara a alguien.

– ¿Osborn?

Lebrun encendió otro cigarrillo, apagó la cerilla y asintió con la cabeza.

– El que hizo esto era un profesional, no Osborn -aventuró McVey.

– Ya lo sé. El departamento técnico encontró unas huellas dactilares borrosas sobre un vaso roto. No eran de Osborn y no teníamos nada en nuestro ordenador que coincidiera con ellas. De modo que las enviamos a Interpol en Lyón.

¿Y…?

– McVey, hemos encontrado el cadáver esta misma mañana.

– Pero no fue Osborn -dijo McVey, seguro.

– No, no fue Osborn -consintió Lebrun-. Y puede que sea una absoluta coincidencia y que no tenga nada que ver con él.

McVey volvió a sentarse.

Lebrun cogió la carpeta y la devolvió al archivo.

– Estará pensando que las cosas se complican, y que este Jean Packard no tiene nada que ver con los cuerpos decapitados y la cabeza suelta. Ahora también está pensando que vino a París a causa de Osborn, porque había una mínima posibilidad de que estuviera implicado. Y ahora, esto. Así que estará diciéndose que, si seguimos investigando, dedicándole tiempo, después de todo puede que haya una conexión… ¿Tengo razón o no?

McVey levantó la cabeza para responder. -Oui-dijo.

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