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En la recepción, Holt retrocedió para cubrir la puerta de entrada con la Uzi. En el callejón de atrás, Seidenberg pestañeó para aclarar su visión y se sumergió en la oscuridad detrás de la encina, cubriendo la puerta de atrás y el callejón. Kellerman volvió a enfocar los prismáticos en la ventana.

– Vamos a entrar en la habitación -dijo Remmer transmitiendo a todos los receptores. Los hombres estaban tensos, con la súbita premonición de que algo estaba a punto de suceder.

Littbarski se quedó en medio del pasillo cuando McVey entró en la habitación. De pronto todo se iluminó con un destello más potente que el sol.

– ¡Cuidado! -llegó a exclamar.

Se oyó una explosión atronadora. Littbarski fue barrido por el impacto, al mismo tiempo que la ventana de la 412 se desplomaba violentamente hacia el callejón arrastrando el marco. Siguió inmediatamente una bola de fuego que se elevó en un rugido hacia el cielo, arrastrando una cola de humo negro.

En ese mismo momento, la puerta del cuarto de la recepcionista se abrió y Anna entró en el salón.

– ¿Qué ha sido eso? -le preguntó a Holt alarmada.

– ¡Vuelva dentro! -chilló él mirando cómo caía polvo y trozos de yeso desde arriba. De pronto Holt se dio cuenta de que Anna ya no llevaba las gruesas gafas. Cuando volvió a mirarla, era demasiado tarde. La pistola que sostenía era un calibre 45 de asalto, con silenciador enroscado en el cañón.

Pttt. Pttt. Pttt.

La pistola se le sacudió en la mano cuando Holt se tambaleó hacia atrás. Intentó levantar la Uzi pero no lo logró. Cayó con la mandíbula y el lado derecho de la cara destrozados.

McVey estaba tendido de espaldas dentro de la habitación, rodeado por el fuego. Oyó que alguien gritaba, pero no supo quién era. Y luego, a través de las llamas, vio a Cadoux por encima de él. Sonreía y llevaba una pistola en la mano. McVey rodó sobre sí mismo, levantó el arma y disparó dos veces. Vio a Cadoux, a quien le quedaba sólo la parte superior del torso. La pistola en la mano era parte de otra cosa que no alcanzaba a distinguir.

– ¡Ian! -gritó intentando incorporarse. El calor era insoportable-. ¡Remmer!

En algún lugar, por encima del rugido de las llamas, creyó oír los disparos de un arma automática seguidos de una descarga de la escopeta de Littbarski. Se apoyó en el suelo intentando situarse y ver dónde estaba la puerta. De pronto alguien lanzó un quejido y tosió cerca de él. Protegiéndose del calor y el fuego con el brazo en alto, se acercó. Tardó una fracción de segundo en ver a Remmer, asfixiado y tosiendo por el humo, intentando incorporarse sobre una rodilla. McVey se le acercó, le cogió del codo y lo ayudó a levantarse.

– ¡Manny! ¡Levántate, venga!

Farfullando de dolor, Remmer se puso de pie y McVey lo condujo a través del humo hacia donde debía de estar la puerta. Salieron de la habitación al pasillo. Littbarski estaba en el suelo y la sangre le fluía de una línea de orificios en el pecho. Un poco más allá, vieron lo que quedaba de una mujer joven. A unos metros había una ametralladora. El disparo de Littbarski la había decapitado.

– ¡Jooder! -McVey estaba asombrado. De pronto vio que las llamas se propagaban al pasillo y comenzaban a subir por las paredes. Remmer volvió a caer sobre la rodilla con el rostro retorcido por el dolor. Tenía el antebrazo izquierdo colgando hacia delante y en la muñeca una flexión que no era natural.

– ¿Dónde diablos está Ian? -Gritó McVey, y se dirigió nuevamente a la habitación-. ¡Ian, Ian!

– McVey -dijo Remmer apoyándose contra la pared para incorporarse-. ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo!

– ¡Ian! -volvió a gritar McVey en medio de la espesa humareda y del infierno que arrasaba la habitación.

Remmer cogió a McVey por el brazo y comenzó a tirar de él hacia el pasillo.

– ¡Venga, McVey! ¡Hostia! ¡Déjalo! ¡Él haría lo mismo!

McVey le clavó la mirada a Remmer. Tenía razón. Los muertos estaban muertos y que se los llevara el diablo. En ese momento oyeron un ruido sordo en el suelo y vieron a Noble arrastrándose cerca de la puerta. Se le estaba quemando el pelo y las llamas habían prendido en la ropa.

Dos disparos con un rifle telescópico Steyr-Mannlicher, provenientes de la azotea del edificio al otro lado del callejón, habían neutralizado a Kellermann y Seidenberg. Después de deshacerse del Steyr-Mannlicher, Viktor Shevchenko cogió la Kalashnikov y subió las escaleras rápidamente para ayudar a Natalia y a Anna a terminar con lo que hiciera falta. Pero, al igual que Anna, Shevchenko no contaba con la aparición de otra persona. Osborn había salido corriendo nada más oír la explosión y llevaba consigo la CZ de Bernhard Oven.

Al abrir la puerta del coche, Osborn tuvo el primer encuentro con un viejo que se encontraba fuera. El momento de desconcierto que siguió le dio a Osborn una fracción de segundo para percatarse de que el viejo empuñaba una pistola y tuvo el reflejo de apoyarle la CZ en el vientre y disparar a bocajarro. Corrió la media manzana hasta el hotel y entró a toda velocidad en la sala de recepción, justo en el momento en que Anna le daba a Holt el tiro de gracia. Al verlo, Anna se volvió y disparó una ráfaga en su dirección. Sin otra alternativa, Osborn permaneció donde estaba y apretó el gatillo. El primer disparo le dio a ella en el cuello y el segundo le rozó el cráneo y la hizo girar, lanzándola de cabeza contra la silla junto a Holt.

Con las orejas aún silbándole por el estruendo de los disparos, Osborn se volvió, impulsado por una intuición. En ese momento entraba Viktor por la puerta con la Kalashnikov por delante. Vio a Osborn pero no fue lo bastante rápido y Osborn le encajó tres tiros en el pecho antes de que pudiera cruzar el umbral. Durante un segundo, Viktor se quedó parado, inmóvil, sorprendido al reconocer a Osborn como autor de los disparos, sin sospechar que algo así pudiera suceder tan rápido. La mirada se trocó en expresión de incredulidad y cayó hacia atrás, intentó cogerse de la balaustrada y desapareció por las escaleras hacia la calle.

En medio del penetrante humo de los disparos flotando en el aire, Osborn vio desaparecer a Viktor, volvió adentro y miró a su alrededor. Todo parecía distorsionado, como si hubiera penetrado en una estructura extraña y sangrienta. Holt estaba tendido de lado junto a la chimenea. Anna, su asesina, yacía boca abajo, casi arrodillada junto a él. Con la falda obscenamente levantada por encima de la cintura, quedaban al descubierto unas medias ajustadas a media altura y, más arriba, un muslo carnoso y blanco. La brisa fresca que entraba por la puerta intentaba limpiarlo todo pero no lo conseguía. En el transcurso de unos instantes, Osborn había matado a tres personas, una de ellas una mujer. Intentaba encontrarle un sentido sin lograrlo. Finalmente, en la distancia, oyó las sirenas.

En ese momento, como un latigazo, recuperó la noción de tiempo real.

Un sonido metálico a su derecha fue seguido de un ruido sordo. Osborn se volvió y vio que la puerta del ascensor se abría. Con el corazón en la boca retrocedió preguntándose si le quedaban balas. De pronto asomó una figura.

– Haití -gritó intentando desesperadamente pensar en alemán, con el dedo apoyado en el gatillo y el siniestro cañón apuntando para disparar.

– ¡Osborn, por todos los cielos! ¡No dispare! -escuchó el alarido de McVey y luego los vio salir tambaleándose del ascensor, con arcadas y tosiendo, luchando para respirar aire puro. McVey y Remmer ensangrentados, con la ropa hecha jirones y apestando a humo, salieron sosteniendo a Noble, horriblemente quemado y medio inconsciente.

Osborn se dirigió a ellos sin titubear. Miró a Noble más detenidamente y no pudo dejar de hacer una mueca.

– Déjenlo en una silla. Con cuidado.

McVey tenía los ojos irritados y al acercarse a Osborn le clavó la mirada.

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