Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

– Volvemos a lo mismo otra vez -dijo McVey al terminar de leer. Dejó los papeles en el borde de la cama.

– La conexión nazi -apuntó Remmer.

McVey miró a Osborn.

– ¿Por qué un médico habría de pasar siete meses en un hospital a diez mil kilómetros de su país velando por la recuperación de un paciente que ha sufrido un infarto? ¿Usted le encuentra algún sentido?

– No, a menos que se haya tratado de un infarto sumamente grave o que Lybarger se haya portado como un excéntrico o un neurótico. O tal vez la familia estaba dispuesta a pagar lo que fuera para que tuviera esos cuidados.

– Doctor -dijo McVey con tono enfático-. Lybarger no tiene familia, ¿no se acuerda? Aunque hubiera estado tan enfermo como para necesitar a un médico a su lado durante siete meses, no se habría encontrado en condiciones para disponer de todo eso por sus propios medios, al menos al principio.

– Alguien se encargó. Alguien tuvo que ocuparse de enviar a Salettl con el equipo médico a Estados Unidos y pagarlo todo -agregó Noble.

– Scholl -dijo Remmer.

– ¿Por qué no? -Dijo McVey mesándose el pelo-. Él es el dueño de la mansión suiza de Lybarger. ¿Por qué no pensar que Scholl también se ocupa de arreglar esos otros asuntos? Sobre todo en lo que se refiere a su salud.

Noble cogió con gesto de cansancio una taza de café de la bandeja que tenía junto a él.

– Todo esto nos lleva a la misma pregunta. ¿Por qué?

McVey se sentó sobre el borde de la cama y por enésima vez cogió el fax de cinco páginas a un solo espacio del informe sobre los invitados de Charlottenburg. En las páginas enviadas desde Bad Godesburg no había nada que hiciera pensar en otra cosa que una simple reunión de influyentes ciudadanos alemanes. Durante un momento pensó en los pocos nombres que no habían logrado identificar. Sí, pensó, la respuesta podía encontrarse ahí, si bien tenían escasas posibilidades de dar con ella. Sin embargo, su intuición le decía que tenían la respuesta ante las narices mezclada con la información de que disponían.

– Manfred -dijo McVey mirando a Remmer-. Estamos dando vueltas, mirando aquí y allá, discutiendo, y manejamos información muy confidencial sobre algunos ciudadanos a través de uno de los cuerpos de policía más eficientes del mundo, y ¿qué sucede? Seguimos sin sacar nada en claro. Ni siquiera podemos abrir la puerta… Sin embargo, sabemos que hay algo dentro -continuó-. Tal vez tenga algo que ver con lo que suceda mañana por la noche y tal vez no. Pero en cualquier caso mañana, en algún momento, con la orden en la mano, vamos a poner toda la carne en el asador y cercaremos a Scholl para hacerle unas cuantas preguntas. Lo haremos antes de que los abogados puedan coger la palabra. Tenemos que lograr que Scholl sude lo bastante para que se le suelte la lengua de inmediato y confiese o al menos reblandecerlo para que nos diga algo que después podamos usar en su contra. Hay que averiguar algo más de lo que teníamos al comienzo.

– McVey -dijo Remmer cauteloso-. ¿Por qué me llamas Manfred cuando siempre me has llamado Manny…?

– Porque eres alemán y porque me estoy dirigiendo a ti. Si este asunto de Lybarger fuera una reunión de unos partidarios pronazis… ¿de qué hablarían? ¿Otro intento de exterminar a los judíos?

McVey hablaba en tono calmado pero más apasionado. Lo que esperaba no era una respuesta sino una explicación. ¿Montar una máquina de guerra para arrasar Europa y Rusia y decidir el futuro de los demás países? ¿Una segunda versión de lo que ya sucedió? ¿Por qué querrían eso? Dímelo tú, Manfred, porque yo no lo sé.

– Yo… -balbuceó Remmer con los puños apretados- tampoco lo sé.

– ¿No lo sabes?

– No.

– Creo que sí lo sabes.

En la habitación reinaba un silencio mortal. De los cuatro hombres, ninguno se movía. Apenas si respiraban. A Osborn le pareció que Remmer daba un paso atrás.

– Venga, Manfred… -dijo McVey con tono apaciguador. Pero su intención no era apaciguar. Había tocado una fibra sensible y ésa sí había sido su intención. Había cogido a Remmer por sorpresa.

– Ya sé que es injusto, Manfred, ya lo sé -dijo McVey más tranquilo-. Pero lo pregunto de todos modos. Porque puede que la respuesta nos ayude.

– McVey, no puedo…

– Sí que puedes.

Remmer lanzó una mirada por la habitación.

– Weltansckauung. -La voz era apenas un murmullo-. Era la visión que Hitler tenía de la vida. La vida es una lucha eterna donde sólo reinan los más fuertes. Para él, el pueblo alemán había sido el más fuerte de todos los pueblos fuertes. Por lo tanto estaba destinado a reinar

»Pero claro, esa fuerza se había debilitado a lo largo de generaciones porque, al mezclarse con otras, la raza germánica pura había perdido su superioridad. Hitler creía que a lo largo de la historia la mezcla de las sangres había sido la única causa de la decadencia de las culturas. Por eso Alemania perdió la Primera Guerra, porque los arios habían perdido la pureza de la sangre. Para Hitler, los alemanes constituían la especie más avanzada del planeta y podían volver a ser lo que un día habían sido. Sin embargo, eso debía llevarse a cabo mediante un riguroso proceso de selección y de cruces genéticos.

La habitación de hotel se había transformado en un teatro con un público de tres personas y Remmer el único actor en escena. Estaba de pie con los hombros hacia atrás. Le brillaban los ojos y en la frente se le acumulaba el sudor. Había alzado la voz desde un murmullo hasta una elocuencia tan precisa que, por un instante, pareció que se trataba de un discurso memorizado. O, para decirlo con más justicia, primero memo-rizado y luego conscientemente olvidado.

– Al surgir el nazismo había unos ochenta y pico millones de alemanes. Al cabo de cien años, Hitler pensaba en doscientos cincuenta millones, tal vez más. Para eso, Alemania necesitaba un Lebensraum o sea, un espacio vital, mucho espacio vital, lo suficiente para garantizar a la nación alemana una absoluta libertad de existencia según sus propios dictados. Pero el espacio vital y el territorio que le subyace, decía Hitler, sólo pertenece a aquellos que tienen la fuerza para adueñarse de él.

»Con esto quería decir que el nuevo Reich tenía que seguir los pasos de los antiguos caballeros teutones. La espada alemana conseguiría territorio para el arado alemán y pan para el pueblo.

– ¿De modo que procedieron a borrar de la faz de la tierra a seis millones de judíos para que no les estorbaran? -preguntó McVey con el tono de un abogado rural, como si no acabara de entender bien lo que le decían. Su actitud era ligera, porque sabía que Remmer respondería para defender lo que había sucedido. Defendería su culpa.

– Tienes que entender lo que estaba pasando. Esto sucedió después de una derrota aplastante en la Primera Guerra. El Tratado de Versalles nos despojó de nuestra dignidad, había una inflación desbocada y un paro masivo. ¿Quién se atrevería a contradecir a un líder que pretendía devolvernos nuestro orgullo nacional, el respeto por nosotros mismos? Hitler nos sedujo y el pueblo alemán fue arrastrado por un vendaval y allí nos perdimos. Acuérdate de los viejos documentales, de las fotos. Mira los rostros de la gente. Adoraban a su Führer. Adoraban sus discursos y el fuego que los inspiraba. Por eso olvidaron totalmente que eran discursos de un inculto, de un demente.

Remmer tenía una expresión ausente y de pronto se detuvo, como si hubiera perdido el hilo de su discurso.

– ¿Por qué? -preguntó McVey en un susurro sibilante como un apuntador en medio de la escena-. Ya nos has dado la clase de historia, Manfred. Ahora dinos la verdad. ¿Por qué embaucó Hitler a los alemanes con sus discursos? ¿Por qué se perdieron en la pasión de un hombre inculto y demente? Le estás echando toda la culpa a un solo hombre.

Remmer miró nerviosamente de un lado a otro de la habitación. No podía ir más allá o no quería.

114
{"b":"115426","o":1}