La vida, espiral de la Nada, infinitamente ansiosa por lo que no puede haber.
Artífices de la morbidez, esmerémosnos en enseñar a desilusionarse. Curiosos de la vida, observemos todos los muros, antecansados de saber que no vamos a ver nada /de nuevo o de bello/.
Tejedores de la desesperanza, tejamos tan sólo mortajas -mortajas blancas para los sueños que nunca soñamos, mortajas negras para los días que morimos, mortajas color ceniza para los gestos que apenas soñamos, mortajas imperiales-de-púrpura para nuestras sensaciones inútiles.
Por las montaneras y por los valles y por las márgenes (…) de (…) pantanos, cazan cazadores el lobo y la corza (…) y el pato salvaje también. Odiémoslos, no porque matan [447] , sino porque gozan (y nosotros no gozamos).
Sea la expresión de nuestro rostro una sonrisa pálida, como de alguien que va a llorar, una mirada vaga, como de alguien que no quiere ver, un desdén esparcido por todas las facciones, como de alguien que desprecia la vida y sólo la vive para tener que despreciarla.
Y sea nuestro desprecio para los que trabajan y luchan y nuestro odio para los que esperan y confían.
(Fin)
Fue por culpa de un crepúsculo de vago otoño por lo que partí para ese viaje que nunca hice.
El cielo -imposiblemente me acuerdo- era de un resto cárdeno de oro triste, y la línea agónica de los montes, clara, tenía una aureola cuyos tonos de /muerte/ le penetraban, suavizadores, en la /astucia/ de su contorno. Desde la otra amurada del barco (hacía más frío y era más de noche sobre ese lado del toldo) el océano temblaba hasta donde el horizonte este se entristecía, y donde, poniendo penumbras de noche en la línea /líquida/ y oscura del mar extremo, un hálito de tiniebla flotaba como una niebla en un día de calor.
El mar, me acuerdo, tenía tonalidades de sombra, de mezcla con fugas onduladas de vaga luz -y era todo misterioso como una idea triste en un momento de alegría, profético no sé de qué.
Yo no partí de un puerto conocido. Ni sé hoy qué puerto era, porque todavía no he estado allí. Tampoco, igualmente, el propósito ritual de mi viaje era ir en demanda de puertos inexistentes -puertos que fuesen tan sólo el entrar-hacia-puertos; ensenadas olvidadas de ríos, estrechos entre ciudades irreprensiblemente irreales. Pensáis, sin duda, al leerme, que mis palabras son absurdas. Es que nunca habéis viajado como yo.
¿Partí yo? Yo no os juraría que partí. Me encontré en otras partes, en otros puertos, pasé por ciudades que no eran aquélla, aunque ni aquélla ni ésas fueran ciudades ningunas. Juraros que fui yo quien partió y no el paisaje, que fui yo quien visitó otras tierras y no ellas las que me visitaron -no puedo hacéroslo. Yo que, no sabiendo lo que es la vida, no sé si soy yo quien vivo o si es ella quien me vive (tenga este verbo al «vivir» el sentido que quiera tener), seguro que no iré a juraros nada.
He viajado. Creo inútil explicaros que no llevé ni meses, ni días, ni otra cantidad cualquiera de cualquier tiempo viajando. Viajé en el tiempo, es cierto, pero no del lado de acá del tiempo, donde lo contamos por horas, días y meses; fue del otro lado del tiempo por donde yo viajé, donde el tiempo no se cuenta con una medida. Transcurre, pero sin que sea posible medirlo. Es como más rápido que el tiempo que hemos visto vivirnos. Me preguntáis a vosotros, seguro, qué sentido tienen estas frases. Nunca erréis así. Despedíos del error de preguntar el sentido a las cosas y a las palabras. Nada tiene un sentido.
¿En qué barco hice ese viaje? En el vapor Cualquiera. /Os reís./ Yo también, y de vosotros tal vez. ¿Quién os dice, y a mí, que no escribo símbolos para que los comprendan los dioses?
No importa. Partí por el crepúsculo. Tengo todavía en el oído el ruido férreo de alzar el ancla a vapor. En el soslayo de mi memoria se mueven todavía lentamente, para entrar por fin en su posición de inercia, los brazos del guindaste de a bordo que hacía horas había abrumado a mi vista de continuos cajones y barriles. Éstos rompían súbitos, cogidos alrededor por una cadena, de por cima de la amurada donde tropezaban, arañando, y después, oscilando, se iban dejando empujar, empujar, hasta quedar por cima de la bodega, hacia donde, súbitos, bajaban (…), hasta, con un choque sordo de madera, llegar aplastante-mente a un lugar oculto de la bodega. Después sonaban allá abajo al desatarlos; en seguida subía sólo la cadena agitándose en el aire, y volvía a empezar todo, como inútilmente.
¿Para qué os cuento yo esto? Porque es absurdo estar contándoslo, visto que es de mis viajes de lo que dije que hablaría.
He visitado Nuevas Europas, y Constantinoplas otras han acogido a mi llegada /velera/ en Bósforos falsos. ¿De llegada velera os espantáis? Es como lo digo, así mismo. El vapor en que partí llegó hecho un barco de vela al puerto […] Que esto es imposible, decís. Por eso me ha sucedido.
Nos llegaron, en otros vapores, noticias de guerras soñadas en Indias imposibles. Y, al oír hablar de esas tierras teníamos inoportunamente añoranzas de la nuestra, dejada tan atrás, /quién sabe si en aquel mundo/.
Y así me escondo detrás de la puerta, para que la Realidad, cuando entra, no me vea. Me escondo debajo de la mesa, donde súbitamente le pego sustos a la Posibilidad. De modo que me despego de mí como a los dos brazos de un abrazo, los dos grandes tedios que me aprietan -el tedio de poder vivir sólo lo Real, el tedio de poder concebir sólo lo Posible.
Triunfo así de toda realidad. ¿Castillos de arena, mis triunfos?… ¿De qué cosa esencialmente divina son los castillos que no son de arena?
¿Cómo sabéis que viajando así no me he seguido [448] oscuramente?
Infantil de absurdo, revivo mi niñez, y /juego con las ideas de las cosas como con soldados de plomo, con los cuales, de niño, hacía cosas que se antipatizaban con la idea de soldado./
Ebrio de errores, me pierdo por unos momentos de sentirme
Cuando, como una noche de tempestad a la que sigue el día, el cristianismo pasó de sobre las almas, se vio el estrago que, invisiblemente, había causado; la ruina, que había causado, sólo se vio cuando había pasado ya. Creyeron unos que fue por su falta por lo que vino esa ruina; pero fue por su ida por lo que se había mostrado, no por lo que se había causado.
Quedó, entonces, en este mundo de almas, la ruina visible, patente la desgracia, sin la tiniebla que la cubriese de su cariño falso. /Las almas se volvieron tales cuales eran./
Empezó, entonces, en las almas recientes, aquella enfermedad a la que se llamó romanticismo, aquel cristianismo sin ilusiones, aquel cristianismo sin mitos, que es la propia sequedad de su esencia morbosa.
Todo el mal del romanticismo es la confusión entre lo que nos es preciso y lo que deseamos. Todos nosotros /necesitamos/ de las cosas indispensables a la vida, a su conservación y a su continuación; todos nosotros deseamos una vida más perfecta, una felicidad completa, la realidad de nuestros sueños y (…)
Es humano querer lo que nos es necesario, y es humano desear lo que no nos es preciso, pero es deseable para nosotros. Lo que es una enfermedad es desear con igual intensidad lo necesario y lo que es deseable, sufrir por no ser perfecto como si se sufriese por no tener pan. El mal romántico es éste: es querer la luna como si hubiese una manera de obtenerla.
«No se puede comer pastel sin perderlo.»
En la esfera /baja/ de la política, como en el íntimo recinto de las almas -el mismo mal.
El pagano desconocía, en el mundo real, este sentido enfermizo de las cosas y de sí mismo. Como era un hombre, deseaba también lo imposible; pero no lo quería. Su religión era (…) y sólo en los penetrales del misterio, a los iniciados tan sólo, lejos del pueblo y de los (…) eran enseñadas esas cosas trascendentes de las religiones que llenan las almas del vacío del mundo.
(Anterior a 1929.)
33 Declaración de Diferencia
Las cosas del estado y de la ciudad no ejercen poder sobre nosotros. Nada nos importa que los ministros y los áulicos hagan falsa gerencia de las cosas de la nación. Todo esto sucede allá fuera, como el barro en los días de lluvia. Nada tenemos que ver con eso que tenga al mismo tiempo que ver con nosotros.
De modo semejante, no nos interesan las grandes convulsiones, como la guerra y las crisis de los países. Mientras no entran en nuestra casa, nada nos importa a qué puertas llaman. Esto, que parece que se apoya en un gran desprecio por los demás, en realidad sólo tiene por base nuestro aprecio escéptico de nosotros mismos.
No somos bondadosos ni caritativos -no porque seamos lo contrario, sino porque no somos ni una cosa ni la otra. La bondad es la delicadeza de las almas groseras. Tiene para nosotros el interés de un episodio sucedido en otras almas, y con otras formas de pensar. Observamos, y no aprobamos ni dejamos de aprobar. Nuestro oficio es no ser nada.
Seríamos anarquistas si hubiésemos nacido en las clases que a sí mismas se llaman desprotegidas, o en otras cualesquiera desde las que se pueda bajar o subir. Pero, en verdad, nosotros somos, en general, criaturas nacidas en los intersticios de las clases y de las divisiones sociales -casi siempre en ese estado decadente que está entre la aristocracia y la (alta) burguesía, el lugar social de los genios y de los locos con quien se puede simpatizar.
La acción nos desorienta, en parte por incompetencia física, aún más por inapetencia moral. Nos parece inmoral actuar. Todo pensamiento nos parece degradado por la expresión en palabras, que lo convierten en cosa de los demás, que lo hacen comprensible a los que lo comprenden.
Es grande nuestra simpatía por el ocultismo y por las artes de lo escondido. No somos, sin embargo, ocultistas. Nos falta para esto la voluntad innata y, además, la paciencia para educarla de modo que se convierta en el perfecto instrumento de los magos y de los magnetizadores. Pero simpatizamos con el ocultismo, sobre todo porque suele expresarse de manera que muchos que leen, e incluso muchos que creen comprender, nada comprenden. Es soberbiamente superior esa actitud misteriosa. Y, además de esto, fuente copiosa de sensaciones del misterio y del terror: las larvas de lo astral, los extraños entes de cuerpos diferentes que la magia ceremonial evoca en sus templos, las presencias desencarnadas de la materia de este plano, que flotan en torno a nuestros sentidos cerrados, en el silencio físico del sonido interior -todo esto nos acaricia con una mano viscosa, terrible, en el desamparo y en la oscuridad.