Existe un cansancio de la inteligencia abstracta y es el más horroroso de los cansancios. No pesa como el cansancio del cuerpo, ni inquieta como el cansancio de la emoción. Es un peso de la conciencia del mundo, un no poder respirar con el alma.
Entonces, como si el viento en ellas diese, y fuesen nubes, todas las ideas en que hemos sentido la vida, todas las ambiciones y designios en que hemos fundado la esperanza en su continuación, se rasgan, se abren, se alejan convertidas en cenizas de nieblas, harapos de lo que no ha sido ni podrá ser. Y tras de la derrota surge pura la soledad negra e implacable del cielo desierto y estrellado. El misterio de la vida nos duele y nos empavorecemos de muchas maneras. Unas veces viene sobre nosotros como un fantasma sin forma, y el alma tiembla con el peor de los miedos -el de la encarnación disforme del no ser-. Otras veces está detrás de nosotros, visible sólo cuando nos volvemos para ver, y es la verdad toda en su horror profundísimo de que la desconozcamos.
Pero este horror que hoy me anula, es menos /noble y más roedor/. Es un deseo de no querer tener pensamiento, un deseo de nunca haber sido nada, una desesperación consciente de todas las células del cuerpo y del alma. Es el sentimiento súbito de estar enclaustrado en una celda infinita. ¿Hacia dónde pensar en huir, si sólo la celda es el Todo? [292]
Y entonces me asalta el deseo desbordante, absurdo, de una especie de satanismo que ha precedido a Satán, de que un día -un día sin tiempo ni substancia- se encuentre una fuga hacia fuera de Dios y lo más profundo de nosotros deje, no sé cómo, de formar parte del ser o del no ser.
23-3-1930.