Si algo hay que esta vida tenga para nosotros y, salvo la misma vida, tengamos que agradecer a los Dioses, es el don de desconocernos: de desconocernos a nosotros mismos y de desconocernos los unos a los otros. El alma humana es un abismo oscuro y viscoso, un pozo que no se usa en la superficie del mundo. Nadie se amaría a sí mismo si de verdad se conociese, y así, si no existiese la vanidad, que es la sangre de la vida espiritual, moriríamos de anemia en el alma. Nadie conoce a otro, y menos mal que no le conoce, y, si le conociese, conocería en él, aunque madre, mujer o hijo, al íntimo, metafísico enemigo.
Nos entendemos porque nos ignoramos. Qué sería de tantos cónyuges felices si pudiesen ver el uno en el alma del otro, si pudiesen comprenderse, como dicen los románticos, que no conocen el peligro -si bien el peligro fútil- de lo que dicen. Todos los casados del mundo son malcasados, porque cada uno guarda consigo, en los secretos en los que el alma es del Diablo, la imagen sutil del hombre deseado que no es aquél, la figura voluble de la mujer sublime a la que aquélla no ha realizado. Los más felices ignoran en sí mismos estas disposiciones suyas frustradas; los menos felices no las ignoran, pero no las conocen, y sólo un que otro arrebato ordinario, una que otra aspereza en el trato, evoca, en la superficie casual de los gestos y de las palabras, al Demonio oculto, a la Eva antigua, al Caballero o [354] a la Sílfide.
La vida que se vive es una incomprensión fluida, una media alegre entre la grandeza que no hay y la felicidad que no puede haber. Estamos contentos porque, hasta al pensar y al sentir, somos capaces de no creer en la existencia del alma. En el baile de máscaras que vivimos, nos basta el agrado del traje, que en el baile lo es todo. Somos esclavos de las luces y de los colores, vamos en la danza como en la verdad, no hay para nosotros -salvo si, abandonados, no bailamos- conocimiento del gran frío alto de la noche exterior, del cuerpo mortal debajo de los trapos que le sobreviven, de todo cuanto, a solas, creemos que es esencialmente nosotros, pero al final no es más que la parodia íntima de la verdad de lo que nos suponemos.
Todo cuanto hacemos o decimos, todo cuanto pensamos o sentimos, lleva la misma máscara y el mismo dominó. Por más que nos quitemos lo que vestimos, nunca llegamos a la desnudez, pues la desnudez es un fenómeno del alma y no de quitarse el traje. Así, vestidos de cuerpo y alma, con nuestros múltiples trajes tan pegados a nosotros como las plumas de las aves, vivimos felices o desgraciados, o hasta no sabiendo lo que somos, el breve espacio que nos conceden los dioses para que los divirtamos, como niños que juegan a juegos serios.
Uno u otro de nosotros, liberado o maldito, ve de repente -pero hasta ése raras veces ve- que todo cuanto somos es lo que no somos, que nos engañamos en lo que es verdadero y no tenemos razón en lo que concluimos justo. Y ése, que, durante un breve período, ve el universo desnudo, crea una filosofía, o sueña una religión; y la filosofía se divulga y la religión se propaga, y los que creen en la filosofía pasan a usarla como una veste que no ven, y los que creen en la religión pasan a ponérsela como una máscara de la que se olvidan.
Y siempre, desconociéndonos a nosotros y a los demás, y entendiéndonos alegremente por eso, pasamos por las volutas de la danza o por las conversaciones del descanso, humanos, fútiles, seriamente, al son de la gran orquesta de los astros, bajo las miradas desdeñosas y ajenas de los organizadores del espectáculo.
Sólo ellos saben que nosotros somos presa de la ilusión que nos han creado. Pero cuál es la razón de esa ilusión, y por qué existe esa, o cualquier, ilusión, o por qué es por lo que ellos, ilusos también, nos han concedido que tuviésemos la ilusión que nos concedieron -eso, por cierto, ellos mismos no lo saben.
29-11-1931.