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121 Prosa de Vacaciones

La playa pequeña, que forma una bahía pequeñísima, excluida del mundo por dos promontorios en miniatura, era, durante aquellas vacaciones de tres días, mi retiro de mí mismo. Se bajaba a la playa por una escalera tosca que empezaba, arriba, en escalera de madera, y hacia la mitad se convertía en escalones tallados en la roca, con pasamanos de hierro ferrugiento. Y, siempre que yo bajaba la escalera vieja, y sobre todo de la piedra a los pies para abajo, salía de mi propia existencia, y me encontraba.

Dicen los ocultistas, o algunos de ellos, que hay momentos supremos del alma en que ésta recuerda, con la emoción o con parte de la memoria, un momento, o un aspecto, o una sombra de una encarnación anterior. Y entonces, como regresa a un tiempo que está más cerca que su presente del origen y del comienzo de las cosas, siente, en cierto modo, una infancia y una liberación.

Se diría que, bajando aquella escalera poco usada ahora, y entrando lentamente en la playa pequeña siempre desierta, empleaba yo un procedimiento mágico para encontrarme más cerca de la mónada posible que soy. Ciertos modos y aspectos de mi vida cotidiana -representados en mi ser constante por deseos, repugnancias, preocupaciones- desaparecían de mí como emboscados de la ronda, se apagaban en las sombras hasta no percibirse lo que eran, y yo accedía a un estado de distancia íntima en que se me hacía difícil acordarme de ayer, o conocer como mío al ser que en mí está vivo todos los días. Mis emociones de constantemente, mis hábitos regularmente irregulares, mis conversaciones con otros, mis adaptaciones a la constitución social del mundo, todo esto me parecía cosas leídas en alguna parte, páginas inertes de una biografía impresa, pormenores de una novela cualquiera, en aquellos capítulos intervalares que leemos pensando en otra cosa, y el hilo de la narración se afloja hasta serpentear por el suelo.

Entonces, en la playa rumorosa sólo de las olas propias, o del viento que pasaba alto, como un gran avión inexistente, me entregaba a una nueva especie de sueños: cosas informes y suaves, maravillas de la impresión profunda, sin imágenes, sin emociones, limpias como el cielo y las aguas, y sonando, como las volutas al desenredarse del mar que se alza del fondo de una gran verdad; trémulamente de un azul oblicuo a lo lejos, verdeciendo a la llegada con transparencias de otros tonos verdes sucios, y, después de romper, crujiendo, los mil brazos deshechos, y desalargarlos en arena amorenada, y espuma desbabada, que congrega en sí todas las resacas, los regresos a la libertad del origen, las añoranzas divinas, las memorias, como ésta, que informemente no me dolía, de un estado anterior, o feliz por bueno o por otro, un cuerpo de añoranza con alma de espuma, el reposo, la muerte, el todo o nada que rodea como un mar grande a la isla de náufragos que es la vida.

Y yo dormía sin sueño, desviado de lo que veía sintiendo, crepúsculo de mí mismo, ruido de agua entre árboles, calma de los grandes ríos, frescura de las tardes tristes, lento jadear del pecho blanco del sueño infantil de la contemplación.

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