Ni en torno a esas figuras, con cuya contemplación me entretengo, es mi costumbre urdir cualquier enredo de la fantasía. Las veo, y su valor para mí está en ser vistas. Todo lo demás que les añadiese las disminuiría, por que disminuiría, por así decirlo, su «visibilidad».
Cuanto yo fantasease sobre ellas, forzosamente, en el propio momento de fantasear, yo lo conocería como falso; y, si lo soñado me agrada, lo falso me repugna. El sueño puro me encanta, el sueño que no tiene relación con la realidad ni puntos de contacto con ella. El sueño imperfecto con punto de partida en la vida, me disgusta o, más bien, me disgustaría si me embreñase en él.
Para mí, la humanidad es un vasto motivo de decoración que vive gracias a los ojos y los oídos y, además, mediante la asociación psicológica. Nada más quiero de la vida que asistir a ella. Nada más quiero de mí que asistir a la vida.
Soy como un ser de otra existencia que pasa indefinidamente interesado a través de ésta. En todo soy ajeno a ella. Hay entre mí y ella una especie de cristal. Quiero ese cristal siempre muy claro para poderla examinar sin defecto de medio intermedio; pero quiero siempre el cristal.
Para todo espíritu científicamente constituido, ver en una cosa más de lo que allí está es ver menos esa cosa. Lo que materialmente se añade, espiritualmente la disminuye.
Atribuyo a este estado de alma mi repugnancia por los museos. El museo, para mí, es la vida entera, en que la pintura es siempre exacta, y sólo puede haber inexactitud en la imperfección del contemplador. Pero esa imperfección, o hago por disminuirla, o, si no puedo, me contento con que así sea, puesto que como todo, no puede ser más que así.