Hoy me he despertado muy temprano, en un repente embarullado, y me he levantado en seguida de la cama bajo el estrangulamiento de un tedio incomprensible. Ningún sueño lo había provocado; ninguna realidad lo podría haber hecho. Era un tedio absoluto y completo, pero fundado en algo. En el fondo oscuro de mi alma, invisibles, fuerzas desconocidas trababan una batalla en la que mi ser era el suelo, y todo yo temblaba con el embate desconocido. Una náusea física de la vida entera nació con mi despertar. Un horror a tener que vivir se levantó conmigo de la cama. Todo me pareció hueco y tuve la impresión fría de que no hay solución para ningún problema.
Una inquietud enorme me hacía estremecer los gestos mínimos. Sentí recelo, de enloquecer, no de locura, sino de allí mismo. Mi cuerpo era un grito latente. Mi corazón latía como si hablase.
Con pasos anchos y falsos, que en vano procuraba tornar diferentes, recorrí, descalzo, la largura pequeña del cuarto, y la diagonal vacía del cuarto interior, que tiene la puerta en el rincón que da al pasillo de la casa. Con movimientos incoherentes e imprecisos, toqué los cepillos de encima de la cómoda, descoloqué una silla, y una vez di con la mano que se balanceaba en el hierro acre de los pies de la cama inglesa. Encendí un cigarrillo, que fumé por subconsciencia, y sólo cuando vi que había caído ceniza en la cabecera de la cama -¿cómo, si yo no me había puesto allí?- comprendí que estaba poseso, o cosa análoga en ser, si no en nombre, y que la conciencia de mí, que yo debería tener, se había intervalado con el abismo.
Recibí el anuncio de la mañana, la poca luz fría que da un vago azul blanco al horizonte que se revela, como un beso de gratitud de las cosas. Porque esa luz, ese verdadero día, me liberaba, me liberaba no sé de qué, me daba el brazo a la vejez desconocida, hacía fiestas a la infancia postiza, amparaba al reposo mendigo de mi sensibilidad rebosada. ¡Ah, qué mañana es ésta, que me despierta a la estupidez de la vida, y a su gran ternura! Casi lloro, viendo aclararse ante mí, debajo de mí, la vieja calle estrecha, y cuando los cierres de la tienda de la esquina ya se revelan castaño sucio en la luz que se extravasa un poco, mi corazón siente un alivio de cuento de hadas verdaderas, y empieza a conocer la seguridad de no sentir.
¡Qué mañana esta amargura! ¿Y qué sombras se apartan? ¿Y qué misterios ha habido? Nada: el ruido del primer tranvía como un fósforo que va a iluminar la oscuridad del alma, y los pasos altos de mi primer transeúnte que son la realidad concreta que me dice, con voz de amigo, que no esté así.