Me siento a veces conmovido, no sé por qué, por un presagio de muerte… Ya sea una vaga dolencia, que no se materializa en dolor y por eso tiende al fin a espiritualizarse, ya sea un cansancio que necesita un sueño tan profundo que el dormir no le basta -lo cierto es que siento como si, al fin de un empeoramiento de enfermo, quitase por fin, sin violencia o nostalgia, las manos débiles de encima de la colcha sentida.
Considero entonces qué cosa es ésta a la que llamamos muerte. No quiero decir el misterio de la muerte, que no penetro, sino la sensación física de dejar de vivir. La humanidad tiene miedo a la muerte, pero de modo confuso; el hombre normal se bate bien en activo; el hombre normal, enfermo o viejo, raras veces mira con horror al abismo de la nada que él atribuye a ese abismo. Todo eso es falta de imaginación. No hay nada menos propio de quien piensa que suponer a la muerte un sueño. ¿Por qué ha de serlo si la muerte no se parece al sueño? Lo esencial del sueño es el despertarse de él, y de la muerte, suponemos, no se despierta. Y si la muerte se asemeja al sueño, debemos tener la noción de que se despierta de ella. No es eso, sin embargo, lo que el hombre normal se figura: imagina para sí a la muerte corno un sueño del que no despierta, o que nada quiere decir. La muerte, decía, no se parece al sueño, pues en el sueño se está vivo y durmiendo: no sé cómo puede alguien comparar la muerte a nada, pues no puede tener experiencia de ella, o cosa con que compararla.
A mí, cuando veo un muerto, la muerte me parece una partida. El cadáver me produce la impresión de un traje que se ha dejado. Alguien se ha ido y no ha necesitado llevarse ese traje único que vestía.