Cuando el estío entra me entristezco. Parece que la luminosidad, aunque acre, de las horas estivales deberá acariciar a quien no sabe quién es. Pero no, a mí no me acaricia. Hay un contraste excesivo entre la vida exterior que rebosa y lo que siento y pienso, sin saber sentir ni pensar: el cadáver perennemente insepulto de mis sensaciones. Tengo la impresión de que vivo, en esta patria informe llamada el universo, bajo una tiranía política, que aunque no me oprima directamente, ofende, sin embargo, a algún oculto principio de mi alma. Y entonces desciende sobre mí, sordamente, lentamente, la añoranza anticipada del exilio posible.
Tengo principalmente sueño. No un sueño que trae latente, como todos los sueños, incluso los mórbidos, el privilegio físico del sosiego. No un sueño que, porque va a olvidar la vida, y por ventura traer sueños, trae en la bandeja con la que viene a nuestra alma las ofrendas plácidas de una gran abdicación. No: éste es un sueño que no consigue dormir, que pesa en los párpados sin cerrarlos, que junta en un gesto que se siente ser de estupidez y repulsa las comisuras sentidas de los labios incrédulos. Éste es un sueño como el que pesa inútilmente /sobre/ el cuerpo en los grandes insomnios del alma.
Sólo cuando llega la noche, de algún modo siento, no una alegría, sino un reposo que, porque otros reposos están contentos, se siente contento por analogía con los sentidos. Entonces, el sueño pasa, la confusión del crepúsculo mental, que ese sueño ha producido, se amortigua, se aclara, casi se ilumina. Vive, un momento, la esperanza de otras cosas. Pero esa esperanza es breve. Lo que sobreviene es un tedio sin sueño ni. esperanza, un despertar malo de quien no ha llegado a dormir. Y desde la ventana de mi cuarto miro, pobre alma cansada del cuerpo, muchas estrellas, nada, la nada, pero tantas [179] estrellas…
9-6-1934.