Siento el tiempo con un dolor enorme. Es siempre con una conmoción exagerada como abandono algo. El pobre cuarto de alquiler donde he pasado unos meses, la mesa del hotel provinciano donde /he pasado/ seis días, la misma triste sala de espera de la estación de ferrocarril donde he gastado dos horas esperando al tren: sí, pero las cosas buenas de la vida, cuando las abandono y pienso, con toda la sensibilidad de mis nervios, que nunca más las veré y las tendré, por lo menos en aquel preciso y exacto momento, me duelen metafísicamente. Se me abre un abismo en el alma y un soplo frío del momento de Dios me roza en la faz lívida.
¡El tiempo! ¡El pasado! […] ¡Lo que he sido y nunca más seré! ¡Lo que he tenido y no volveré a tener! ¡Los Muertos! Los muertos que me amaron en mi infancia. Cuando los evoco, toda el alma se me enfría y me siento desterrado de unos corazones, solo en la noche de mí mismo, llorando como un mendigo el silencio cerrado de todas las puertas.