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Sabiendo cómo las cosas más pequeñas tienen con facilidad el arte de torturarme, a propósito me esquivo al roce de las cosas más pequeñas. Quien como yo, sufre porque una nube pasa por delante del sol, ¿cómo no ha de sufrir en lo oscuro del día siempre cubierto de su vida?

Mi aislamiento no es una busca de felicidad, que no tengo alma para conseguir; ni de tranquilidad, que nadie obtiene sino cuando nunca la pierde, sino de sueño, de apagamiento, de renuncia pequeña.

Las cuatro paredes de mi cuarto son para mí, al mismo tiempo, celda y distancia, cama y ataúd. Mis horas más felices son aquellas en que no pienso nada, no quiero nada, no sueño querer, perdido en un torpor de vegetal /equivocado/, de mero /musgo/ que creciese en la superficie de la vida. Disfruto sin amargor de la conciencia absurda de no ser nada, el antesabor de la muerte y del apagamiento.

Nunca he tenido a nadie a quien pudiese llamar «Maestro». No ha muerto por mí ningún Cristo. Ningún Buda me ha indicado el camino. En lo alto de mis sueños, ningún Apolo o Atenea se me han aparecido, para que me iluminasen el alma.

¿1920?

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