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No sé qué vaga caricia, tanto más suave cuanto no es caricia, la brisa incierta de la tarde me trae a la frente y a la comprensión. Sé sólo que el tedio que sufro se me ajusta mejor, durante un momento, como una veste que dejase de tocar una llaga.

¡Pobre de la sensibilidad que depende de un pequeño movimiento del arte para la consecución, aunque episódica, de su tranquilidad! Pero así es toda sensibilidad humana, y yo no creo que pese más en la balanza de los seres el dinero súbitamente ganado, o la sonrisa súbitamente recibida, que son para otros lo que para mí ha sido, en este momento, el paso breve de una brisa sin continuación.

Puedo pensar en dormir. Puedo soñar en soñar. Veo más claro la objetividad de todo. Uso con más comodidad el sentimiento exterior de la vida. Y todo esto, efectivamente, porque, al llegar casi a la esquina, un cambio en el aire de la brisa me alegra la superficie de la piel.

Todo cuanto amamos o perdemos -cosas, seres, significaciones- nos roza la piel y así nos llega al alma, y el episodio no es, en Dios, más que la brisa que no me ha traído nada salvo el alivio supuesto, el momento propicio y el poder perderlo todo espléndidamente.

23-4-1930.

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