Releo pasivamente, recibiendo lo que siento como una inspiración y una liberación, esas frases sencillas de Caeiro [168] , en la referencia natural de lo que es consecuencia del pequeño tamaño de su aldea. Desde allí, dice él, porque es pequeña, puede verse más del mundo que desde la ciudad; y por eso la aldea es mayor que la ciudad…
«Porque yo soy del tamaño de lo que veo Y no del tamaño de mi estatura.» [169]
Frases como éstas, me parecen crecer sin voluntad que las hubiera dicho, me limpian de toda la metafísica que espontáneamente añado a la vida. Después de leerlas, me acerco a mi ventana que da a la calle estrecha, miro al cielo grande y a los muchos astros, y soy libre como un esplendor alado cuya vibración me estremece todo el cuerpo.
«¡Soy del tamaño de lo que veo!» Cada vez que pienso esta frase con toda la atención de mis nervios, me parece más destinada a reconstruir consteladamente el universo. «¡Soy del tamaño de lo que veo!» Qué gran posesión mental va desde el pozo de las emociones profundas a las altas estrellas que se reflejan en él y, así, de cierta manera, están allí.
Y ahora ya, consciente de saber ver, miro la vasta metafísica objetiva de todos los cielos con una seguridad que me da ganas de morir cantando. «¡Soy del tamaño de lo que veo!» Y el vago claro de luna, enteramente mío, empieza a viciar de vaguedad el azul medio negro del horizonte.
Tengo ganas de levantar los brazos y gritar cosas de un salvajismo ignorado, de decir palabras a los misterios altos, de afirmar una nueva personalidad vasta [170] a los grandes espacios de la materia vacía.
Pero me reprimo y sereno. «¡Soy del tamaño de lo que veo!» Y la frase sigue siendo para mí el alma entera, apoyo en ella todas las emociones que siento, y sobre mí, por dentro, como sobre la ciudad, por fuera, cae la paz indescifrable del duro claro de luna que empieza ancho con el anochecer.
24-3-1930.