Cantaba, con una voz muy suave, una canción de un país lejano. La música volvía familiares a las palabras desconocidas. Parecía un fado para el alma, pero no tenía con él ninguna semejanza.
La canción decía, con las palabras veladas y la melodía humana, cosas que están en el alma de todos y que nadie conoce.
Cantaba él con una especie de somnolencia, ignorando con la mirada a los oyentes, en un pequeño éxtasis callejero.
La gente reunida le oía sin gran zumba visible. La canción era de todo el mundo, y las palabras hablaban a veces con nosotros, secreto oriental de alguna raza perdida. El ruido de la ciudad no se oía si le oíamos, y pasaban los coches tan cerca que uno me rozó el faldón de la chaqueta. Pero lo sentía y no lo oí. Había un absorción en el canto del desconocido que le hacía bien a lo que en nosotros sueña o no consigue. Era un acontecimiento callejero, y todos nos fijamos en que el policía había doblado la esquina despacio. Se acercó con la misma lentitud. Se quedó parado un rato detrás del chico de los paraguas, como quien ve algo. En aquel momento, el cantor se detuvo. Nadie dijo nada. Entonces intervino el policía.