El cielo negro al fondo del sur del Tajo era siniestramente negro contra las alas, por contraste, vividamente blancas de las gaviotas de vuelo inquieto. El día, sin embargo, no estaba ya tempestuoso. Toda la masa de la amenaza de la lluvia había pasado hacia la otra orilla, y la ciudad baja, húmeda todavía de lo poco que había llovido, sonreía desde el suelo a un cielo cuyo norte se azulaba todavía un poco blancamente. El fresco de la primavera era levemente frío.
En una hora como éstas, vacía e imponderable, me place conducir voluntariamente el pensamiento hacia una meditación que nada sea, pero que retenga, en su limpidez de nada, algo de la frialdad yerma del día esclarecido, con el fondo negro a lo lejos, y ciertas intuiciones, como gaviotas, evocando por contraste el misterio de todo en una negrura grande.
Pero, de repente, en contra de mi propósito literario íntimo, el fondo negro del cielo del sur me evoca, por un recuerdo verdadero o falso, otro cielo, tal vez visto en otra vida, en un norte de río menor, con juncares tristes y sin ninguna ciudad. Sin que yo sepa cómo, un paisaje para patos salvajes se arrastra por mi imaginación y, con la nitidez de un sueño raro, me siento cerca de la extensión que imagino.
Tierra de juncares a la orilla de ríos, terreno para cazadores y angustias, las márgenes irregulares entran, como pequeños cabos sucios, en las aguas color de plomo amarillo, y se curvan en bahías limosas, para barcos casi de juguete, en riberas que tienen el agua luciendo a ras de limo oculto entre los tallos verdinegros de los juncos, por donde no se puede andar.
La desolación es la de un cielo ceniciento muerto, que se arruga acá y allá en nubes más negras que el tono del cielo. No siento viento, pero lo hay, y la otra orilla, al final, es una isla larga por detrás de la cual se divisa -¡grande y abandonado río!- la otra orilla verdadera, echada en la distancia sin relieve.
Nadie llega allí, ni llegará. Aunque, mediante una fuga contradictoria del tiempo y del espacio, pudiese yo evadirme del mundo hacia ese paisaje, nadie llegaría allí nunca. Esperaría en vano lo que no sabría que esperaba, no habría, sino al fin de todo, un caer lento de la noche, tornándose todo el espacio, lentamente, del color de las nubes más negras, que poco a poco se sumergían [171] en el conjunto abolido del cielo.
Y, de repente, siento aquí el frío de allí. Me toca el cuerpo, llegado de los huesos. Respiro alto y despierto. El hombre, que cruza conmigo bajo la Arcada de al pie de la Bolsa [172] , me mira con una desconfianza de quien no sabe interpretar. El cielo negro, apretándose, ha descendido más duro [173] sobre el sur.
4-4-1930.