Siento la náusea física de la humanidad vulgar, que es, además, la única que hay. Y me obstino, a veces, en profundizar esa náusea, como se puede provocar un vómito para aliviarse del deseo de vomitar.
Uno de mis paseos predilectos, en las mañanas en que temo la trivialidad del día que va a venir como quien teme a la cárcel, es el de seguir lentamente por las calles, antes de la apertura de las tiendas y los almacenes, y oír los retazos de frases que los grupos de muchachas, de muchachos, y de los unos con las otras, han dejado caer, como limosnas de ironía, en la escuela invisible de mi meditación abierta.
Y es siempre la misma sucesión de las mismas frases… «Y entonces dijo ella…» y el tono habla de la intriga de ella. «Si no fue él, fuiste tú…» y la voz que responde se eleva en una protesta que ya no oigo. «Lo dijiste, sí señor, lo dijiste…» y la voz de la costurera afirma estridentemente «mi madre dice que no quiere…» «¿Yo?» y el asombro del muchacho que trae el almuerzo envuelto en papel parafinado no me convence, ni debe de convencer a la rubia sucia. «A lo mejor era…» y la risa de tres de las cuatro chicas cerca de mi oído, la obscenidad que (…) «Y entonces yo me puse delantito del tipo, y allí misino, en su cara: en su cara, ¿eh, Pepe…?» y el pobre diablo miente, pues el jefe de la oficina -sé por la voz que el otro contendiente era jefe de la oficina que desconozco- no le recibió en el circo, entre las secretarias, el gesto de gladiador de /palabras/ [125] . «…Y entonces me fui a fumar al retrete…» ríe el pequeñajo de las culeras oscuras.
Otros, que pasan solos o juntos, no hablan, o hablan y yo no lo oigo, pero todas las voces me resultan claras mediante una transparencia intuitiva y rota. No me atrevo a decir -no me atrevo a decírmelo a mí mismo por escrito, aunque luego lo rompiese- lo que he visto en las miradas ocasionales, en su dirección involuntaria y baja, en sus atravesamientos sucios. No me atrevo porque, cuando se provoca el vómito, es preciso provocar sólo uno.
«El tipo estaba tan gordo que no veía que la escalera tenía escalones» [126] . Levanto la cabeza. Este muchachote, por lo menos describe. Y esta gente, cuando describe, es mejor que cuando siente, porque al describir se olvida de sí. Se me pasa la náusea. Veo al tipo. Le veo fotográficamente. Hasta la jerga inocente me anima. Bendito aire que me da en la frente -el tipo tan grueso que no veía que la escalera era de escalones- tal vez ¡a escalera por la que la humanidad sube a tumbos, palpándose y atropellándose en la falsedad pautada del declive de acá del zaguán.
La intriga, la maledicencia, la jactancia hablada de lo que no se ha osado hacer, el contentamiento de cada pobre bicho vestido con la conciencia inconsciente [127] de su propia alma, la sexualidad sin lavado, los chistes como cosquillas de mono, la horrorosa ignorancia de la falta de importancia de lo que son… Todo esto me produce la impresión de un animal monstruoso y despreciable, hecho, en lo involuntario de los sueños, de las cortezas húmedas de los deseos, de los restos desmenuzados de las sensaciones.
10-4-1930.