Cuando otra virtud no haya en mí, hay por lo menos la de la perpetua novedad de la sensación libre.
Bajando hoy por la Calle Nueva de Almada [95] , me fijé de repente en la espalda del hombre que bajaba delante de mí. Era la espalda vulgar de un hombre cualquiera, la chaqueta de un traje modesto en una espalda de transeúnte ocasional. Llevaba una cartera vieja bajo el brazo izquierdo, y ponía en el suelo, al ritmo de ir andando, un paraguas cerrado, que cogía por el puño con la mano derecha.
Sentí de repente por aquel hombre algo parecido a la ternura. Sentí en él la ternura que se siente por la común vulgaridad humana, por lo trivial cotidiano del cabeza de familia que va a trabajar, por su hogar humilde y alegre, por los placeres alegres y tristes de que forzosamente se compone su vida, por la inocencia de vivir sin analizar, por la naturaleza animal de aquella espalda vestida.
Volví los ojos a la espalda del hombre, ventana por la que vi estos pensamientos.
La sensación era exactamente idéntica a la que nos asalta ante alguien que duerme. Todo lo que duerme es niño de nuevo. Tal vez porque en el sueño no se puede hacer mal, y no se da cuenta de la vida, el mayor criminal, el más redomado egoísta es sagrado, por una magia natural, mientras duerme. Entre matar a quien duerme y matar a un niño no conozco diferencia que se sienta.
Ahora duerme la espalda de este hombre. Todo él, que camina delante de mí con pasos iguales a los míos, duerme. Va inconsciente. Vive inconsciente. Duerme, porque todos dormimos. Toda vida es un sueño. Nadie sabe lo que hace, nadie sabe lo que quiere, nadie sabe lo que sabe. Dormimos la vida, eternos niños del Destino. Por eso siento, si pienso con esta sensación, una ternura informe e inmensa por toda la humanidad infantil, por toda vida social durmiente, por todos, por todo.
Es un humanitarismo directo, sin conclusiones ni propósitos, el que me asalta en este momento. Sufro una ternura como si un dios viese. Los veo a todos a través de una compasión de único consciente, los pobres diablos de hombres, el pobre diablo de la humanidad. ¿Qué está haciendo aquí todo esto?
Todos lo movimientos e intenciones de la vida, desde la sencilla vida de los pulmones hasta la construcción de ciudades y el trazado de fronteras de los imperios, los considero una somnolencia, cosas como sueños o reposos, sucedidas involuntariamente entre una realidad y otra realidad, entre un día y otro día de lo Absoluto. Y, como alguien abstractamente maternal, me inclino de noche sobre los hijos malos igual que sobre los buenos, comunes en el sueño en que son míos. Me enternezco con una largueza de cosa infinita.
Desvío los ojos de la espalda de mi adelantado, y pasándolos a todos los demás, cuantos van andando por esta calle, a todos los abarco nítidamente en la misma ternura absurda y fría que me ha llegado de los hombros del inconsciente al que sigo. Todo esto es lo mismo que él; todas estas chicas que hablan camino del taller, estos empleados jóvenes que ríen camino de la oficina, estas criadas con senos que regresan de las compras pesadas, estos mozos de los primeros transportes: todo esto es una misma inconsciencia diversificada por caras y cuerpos que se distinguen, como marionetas movidas por las cuerdas que van a dar a los mismos dedos de la mano de quien es invisible. Pasan por todas las actitudes con que se define la conciencia, y no tienen conciencia de nada, porque no tienen conciencia de tener conciencia. Unos inteligentes, otros estúpidos, son todos igualmente estúpidos. Unos viejos, otros jóvenes, son de la misma edad. Unos hombres, otros mujeres, son del mismo sexo que no existe.