Desde que cesó el calor, y la primera levedad de la lluvia creció hasta oírse, quedó en el aire una tranquilidad que el aire del calor no tenía, una nueva paz en que el agua ponía una brisa suya. Tan clara era la alegría de esta lluvia blanda, sin tempestad ni oscuridad, que aquellos mismos, que eran casi todos, que no tenían paraguas ni impermeables, estaban riéndose al hablar a su paso rápido por la calle lustrosa.
En un intervalo de indolencia, me acerqué a la ventana abierta de la oficina -el calor la hizo abrir, la lluvia no hizo cerrarla- y contemplé con la atención intensa e indiferente, que es mi manera, aquello mismo que acabo de describir con exactitud antes de haberlo visto. Sí, por allí iba la alegría de los dos triviales, hablando sonriendo por la lluvia menuda, con pasos más rápidos que apresurados, en la calidad limpia del día que se había velado.
Pero de repente, de la sorpresa de una esquina que ya estaba allí, rodó hacia mi vista un nombre viejo y mezquino, pobre y no humilde, que andaba impaciente bajo la lluvia que se había mitigado. Aquel, en el que por cierto no me había fijado, tenía por lo menos impaciencia. Le miré con la atención, no ya distraída, que se presta a las cosas, sino definidora, que se presta a los símbolos. Era el símbolo de nadie; por eso tenía prisa. Era el símbolo de quien nada había sido; por eso sufría. Formaba parte, no de los que sienten sonriendo la alegría incómoda de la lluvia, sino de la misma lluvia -un inconsciente, tanto que sentía la realidad.
No era esto, sin embargo, lo que yo quería decir. Entre mi observación del transeúnte que, finalmente, perdí en seguida de vista, por no haber continuado mirándolo, y el nexo de estas observaciones se me ha metido algún misterio de la distracción, alguna emergencia del alma que me ha dejado sin prosecución. Y al fondo de mi desconexión, sin que yo los oiga, oigo los ruidos de las conversaciones de los embaladores, allá en el fondo de la oficina al principio del almacén, y veo sin ver los cordeles de embalar los encargos postales, pasados dos veces, con los nudos dos veces corridos, en torno a los paquetes de papel pardo fuerte, en la mesa al pie de la ventana que da al zaguán, entre chistes y tijeras.
Ver es haber visto.
11-6-1932.