El único viajero con alma verdadera que he conocido era un chico de la oficina que había en otra casa en la que, en tiempos, estuve empleado. Este muchachito coleccionaba folletos de propaganda de ciudades, países y compañías de transportes; tenía mapas -unos arrancados de periódicos, otros que pedía aquí y allí-; tenía, recortadas de diarios y de revistas, ilustraciones de paisajes, grabados de costumbres exóticas, retratos de barcos y navíos. Iba a las agencias de turismo, en nombre de una oficina hipotética, o quizás en nombre de cualquier oficina existente, posiblemente la misma en que estaba, y pedía folletos sobre viajes a Italia, folletos de viajes a la India, folletos con las combinaciones entre Portugal y Australia.
No sólo era el mayor viajero, por ser el más verdadero, que he conocido: era también una de las personas más felices que me ha sido dado encontrar. Me da pena no saber lo que ha sido de él o, en realidad, supongo solamente que debería darme pena; en realidad, no me da, pues hoy, cuando han pasado diez años, o más, sobre el breve tiempo en que le conocí, debe ser un hombre, estúpido, cumplidor de sus deberes, quizás casado, sustentáculo social de cualquiera -muerto, en fin, en su misma vida. Hasta es posible que haya viajado con el cuerpo, él, que tan bien viajaba con el alma.
Me acuerdo de repente: él sabía exactamente por qué vías férreas se iba de París a Bucarest, por qué vías férreas se recorría Inglaterra y, a través de las pronunciaciones equivocadas de los nombres extraños, estaba la certeza aureolada de su grandeza de alma. Hoy, sí, debe haber subsistido para muerto, pero tal vez un día, de viejo, se acuerde de que es no sólo mejor, sino más verdadero, soñar con Burdeos que desembarcar en Burdeos.
Y, entonces, tal vez todo esto tuviese otra explicación cualquiera, y él estuviese solamente imitando a alguien. O… Sí, creo a veces, al considerar la diferencia hedionda entre la inteligencia de los niños y la estupidez de los adultos, que somos acompañados durante la infancia por un espíritu de la guarda, que nos presta su propia inteligencia astral y que después, tal vez con pena, pero debido a una ley alta, nos abandona, como las madres animales a las crías crecidas, a la ceba que es nuestro destino.