Tener opiniones definidas y seguras, instintos, pasiones y carácter estable y conocido -todo esto monta al horror de convertir a nuestra alma en un hecho, de materializarla y volverla exterior. Vivir es un dulce y fluido estado de desconocimiento de las cosas y de sí mismo (es el único modo de vida que a un sabio conviene y anima).
– Saber interponerse constantemente entre sí mismo y las cosas es el más alto grado de sabiduría y prudencia.
– Nuestra personalidad debe ser impenetrable, incluso por nosotros mismos: de ahí nuestro deber de soñarnos siempre, e incluirnos en nuestros sueños, para que no nos sea posible tener opiniones sobre nosotros.
Y debemos evitar en especial la invasión de nuestra personalidad por parte de los demás. Todo interés ajeno por nosotros es una indelicadeza sin par. Lo que separa al saludo vulgar -¿cómo está?- de ser una indisculpable grosería es el ser en general absolutamente vano e insincero.
– Amar es cansarse de estar solo: es, sin embargo, una cobardía, y una traición a nosotros mismos (importa soberanamente que no amemos).
– Dar buenos consejos es insultar a la facultad de equivocarse que Dios ha concedido a los demás. Y, sobre todo, los actos ajenos deben tener la ventaja de no ser también nuestros. Sólo es comprensible que se pida consejo a los otros: para saber bien, al actuar al contrario, que somos precisamente nosotros, y muy en desacuerdo con el Otraje [361] .