Zumba una mosca, incierta y mínima…
Rayan en mi atención vagos ruidos, nítidos y dispersos, que hinchen de ser ya de día a mi conciencia de nuestro cuarto… ¿Nuestro cuarto? ¿Nuestro de qué dos, si yo estoy solo? No lo sé. Todo se funde y sólo queda, huyendo, una realidad-bruma en que mi incertidumbre zozobra y mi comprenderme, arrullado por opios, se duerme…
La mañana ha roto, como una caída, desde la cima pálida de la Hora…
Han terminado de arder, amor mío, en el hogar de nuestra vida, las astillas de nuestros sueños…
Desengañémosnos de la esperanza, porque traiciona, del amor, porque cansa, de la vida, porque harta y no sacia, y hasta de la muerte, porque trae más de lo que se quiere y menos de lo que se espera.
Desengañémosnos, oh Velada, de nuestro propio tedio, porque se envejece de sí mismo y no osa ser toda la angustia que es.
No lloremos, no odiemos, no deseemos…
Cubramos, oh Silenciosa, con un sudario de lino fino el perfil rígido y muerto de nuestra Imperfección… [411]
Pasábamos, jóvenes todavía, bajo los árboles altos y el vago susurro de la floresta. En los claros, súbitamente surgidos del acaso del camino, el claro de luna los hacía lagos, y las márgenes, enmarañadas de ramas, eran más noche que la misma noche. La brisa vaga de los grandes bosques respiraba con ruido entre los árboles. Hablábamos de las cosas imposibles; y nuestras voces eran parte de la noche, del claro de luna y de la floresta. Las oíamos como si fuesen de otros.
No carecía de caminos la floresta incierta. Había atajos que, sin querer, conocíamos, y nuestros pasos fluctuaban en ellos entre los moteados de las sombras y la vibración 7 bis vaga de la luz dura y fría. Hablábamos de las cosas imposibles y todo el paisaje real era también imposible.
Caminábamos juntos y separados, entre las desviaciones bruscas de la floresta. Nuestros pasos, que era lo ajeno de nosotros, iban unidos, por unísonos, en la blandura estallante de las hojas, que alfombraban, amarillas y medioverdes, las irregularidades del suelo. Pero iban también disyuntos porque éramos dos pensamientos, no había de común entre nosotros sino que lo que no éramos pisaba unísono el mismo suelo oído.
Había entrado ya el principio del otoño, y, además de las hojas que pisábamos, oíamos caer continuamente, en el acompañamiento brusco del viento, otras hojas, el ruido de hojas, por todos los sitios por donde íbamos o habíamos ido. No había más paisaje que la floresta que los velaba a todos. Bastaba, sin embargo, como sitio y lugar para los que, como nosotros, no teníamos por vida más que el caminar unísono y diverso sobre un suelo mortecino. Era -creo- el final de un día, o de cualquier día, o por ventura de todos los días, en un otoño todos los otoños, en la floresta simbólica y verdadera.
Qué casas, qué deberes, qué amores habíamos abandonado, nosotros mismos no sabríamos decirlo. No éramos, en aquel momento, más que caminantes entre lo que habíamos olvidado y lo que no sabíamos, caballeros a pie del ideal abandonado. Pero en eso, como en el ruido constante de las hojas pisadas, y en el ruido siempre brusco del viento incierto, estaba la razón de ser de nuestra ida, o de nuestra venida, pues, no sabiendo el camino o por qué el camino, no sabíamos si partíamos, si llegábamos. Y siempre, a nuestro alrededor, sin lugar sabido o caída vista, el ruido de las hojas que se amontonaban adormecía de tristeza a la floresta.
Ninguno de nosotros quería saber del otro, aunque ninguno de nosotros proseguiría sin él. La compañía que nos hacíamos era una especie de sueño que cada uno de nosotros tenía. El ruido de los pasos unísonos ayudaba a cada uno a pensar sin el otro, y los propios pasos solitarios le habrían despertado. La floresta era toda ella claros falsos, como si fuese falsa, o se estuviese acabando, pero no se acababa la falsedad, ni se acababa la floresta. Nuestros pasos unísonos seguían siendo constantes, y en torno de lo que oíamos de las hojas pisadas iba el ruido vago de hojas que caían, en la floresta convertida en todo, en la floresta igual al universo.
¿Quién éramos? ¿Seríamos dos o dos formas de uno? No lo sabíamos ni lo preguntábamos. Un sol vago debía de existir, pues en la floresta no era de noche. Un fin vago debía de existir, puesto que caminábamos. Un mundo cualquiera debía de existir, pues existía una floresta. Nosotros, sin embargo, éramos ajenos a lo que fuese o pudiera ser, caminantes unísonos e interminables sobre hojas muertas, oidores anónimos e imposibles de hojas cayendo. Nada más. Un susurro, ora brusco ora suave, del viento desconocido, un murmullo, ora alto ora bajo, de las hojas presas, un resquicio, una duda, un propósito que había terminado, una ilusión que ni siquiera había existido: la floresta, los dos caminantes, y yo, yo, que no sé cuál de ellos era, o si era o dos o ninguno, y asistía, sin ver el final, a la tragedia de no haber nunca más que el otoño y la floresta, y el viento siempre brusco e incierto, y las hojas siempre caídas o cayendo. Y siempre, como si por cierto hubiese fuera un sol y un día, se veía claramente, sin ninguna finalidad, en el silencio rumoroso de la floresta.
28-11-1932.
11 Nuestra Señora del Silencio
A veces cuando, abatido y humilde, la propia fuerza de soñar se me deshoja y se me seca, y mi único sueño sólo puede ser pensar en mis sueños, los hojeo entonces, como un libro que se hojea y se vuelve a hojear sin que tenga más que palabras inevitables. Es entonces cuando me interrogo sobre quién eres tú, figura que atraviesas todas mis visiones lentas de paisajes /otros/ y de interiores antiguos y de ceremoniales fastuosos de silencio. En todos mis sueños o apareces, sueño, o, realidad falsa, me acompañas. Visito contigo regiones que son tal vez sueños tuyos, tierras que son tal vez cuerpos tuyos de ausencia e inhumanidad, tu cuerpo esencial desperfilado para planicie calma y monte de perfil frío en jardín de palacio oculto. Tal vez yo no tenga otro sueño que tú, tal vez sea en tus ojos, acercando mi cara a la tuya, donde lea esos paisajes imposibles, esos tedios falsos, esos sentimentos que viven a la sombra de mis cansancios y en las grutas de mis desasosiegos. ¿Quién sabe si los paisajes de mis sueños no son mi manera de no soñarte? Yo no sé quién eres, ¿pero sé con seguridad el que soy? ¿Sé lo que es soñar para saber lo que vale llamarte mi sueño? ¿Sé si no eres una parte, quién sabe si la parte esencial y real, de mí? ¿Y sé si no soy yo el sueño y tú la realidad, yo un sueño tuyo y no tú un sueño que yo he soñado?
¿Qué especie de vida tienes? ¿Qué modo de ver es el modo como te veo? ¿Tu perfil? Nunca es el mismo, pero nunca cambia. Y yo digo esto porque lo sé, aunque no sepa que lo sé. ¿Tu cuerpo? Desnudo está lo mismo que vestido, sentado está en la misma actitud que cuando echado o de pie. ¿Qué significa esto, que no significa nada?
Mi vida es tan triste, y yo no pienso en llorarla; mis horas tan falsas, y yo no sueño el gesto de apartarlas.
¿Cómo no soñarte? ¿Cómo no soñarte?
Señora de las Horas que Pasan, Madonna de las aguas estancadas y de las algas muertas, Diosa Tutelar de los desiertos abiertos y de los paisajes negros de rocas estériles…, líbrame de mi juventud.
Consoladora de los que no tienen consolación, Lágrima de los que nunca lloran, Hora que nunca suena -líbrame de la alegría y de la felicidad.
– Opio de todos los silencios, Lira para no ser tañida, Vitral de lejanía y de abandono, haz que yo sea odiado por los hombres y escarnecido por las mujeres.
– Címbalo de Extrema-Unción, /Caricia sin gesto, Paloma muerta a la sombra, Óleo de las horas pasadas soñando/, líbrame de la religión, porque es suave, y de la incredulidad, porque es fuerte; (…)
– Lirio mustiando la tarde, Cofre de rosas marchitas, Silencio entre prez y prez, lléname de náusea de vivir, de odio de estar sano, de desprecio de [412] ser joven.
Vuélveme inútil y estéril, oh Acogedora de todos los sueños vagos; hazme puro sin razón para serlo, y falso sin amor a serlo, oh Agua Corriente de las Tristezas Vividas; que mi boca sea un paisaje de hielos, mis ojos dos lagos muertos, mis gestos un deshojar lento de árboles viejecitos, oh Letanía de desasosiegos, o Misa-Violada de Cansancios, oh Corola, oh Fluido, oh Ascensión!…
¡(Y) Qué pena tener que rezarte como a una mujer, y no quererte (…) como a un hombre, y no poder alzarte los ojos de mis sueños como Aurora-al-contrario del sexo irreal de los ángeles que nunca entraron en el cielo!
(Posterior a 1916.)
Tú eres del sexo de las formas soñadas, del sexo nulo de las figuras (…)
Mero perfil a veces, mera actitud otras veces, otras gesto lento apenas -eres momentos, actitudes espiritualizadas en /mía(s)/.
Ninguna fascinación del sexo se /subentiende/ en mi soñarte, bajo tu veste vaga de madonna de los silencios interiores. Tus senos no son de los que se pudiese pensar en besarse. Tu cuerpo es todo él carne-alma, pero no es alma, es cuerpo. La materia de tu carne no es espiritual pero es espiritualidad. (Eres la mujer anterior a la Caída) […]
Mi horror a las mujeres reales que tienen sexo es el camino por el que he ido a tu encuentro. A las de la tierra, que para ser (…) tienen que soportar el peso movedizo de un hombre, ¿quién las puede amar sin que se le deshoje el amor en la antevisión del placer que sirve [413] al sexo […]? ¿Quién puede respetar a la Esposa sin tener que pensar que es una mujer en otra posición de cópula?… ¿Quién no se enoja de tener madre por haber sido tan vulgar en su origen, tan repulsivamente parido? Qué asco de nosotros no estimula [414] la idea del origen carnal de nuestra alma -de ese inquieto (…) corpóreo donde nuestra carne nace y, por bella que sea, se afea de origen y se nos nausea de nata.
Los idealistas falsos de la vida-real hacen versos a la Esposa, se arrodillan ante la idea de Madre… Su idealismo es una veste que tapa, no es un sueño que cree.
Pura sólo tú, Señora de los Sueños, que yo puedo concebir amante sin concebir mancha, porque eres irreal. A ti puedo concebirte madre, adorándolo, porque nunca te has manchado ni del horror de ser fecundada ni del horror de parir.