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Después de cargar la pistola por sexta vez, Mister Burnett estuvo a punto de dejar de lado las formas y pedir lo anteojos. La lluvia le impedía ver al italiano, diluido al otro lado de la red, y temió que el azar viniera a jugar en contra de su honor. Uno de los pistoletazos del commendatore Tacchi había destrozado una pata de la mesa de arbitraje y Monsieur Daladieu tuvo que parapetarse detrás de una palmera. Después de cada disparo, el francés salía de su escondite, comprobaba que los adversarios no se hubieran producido heridas y preguntaba al inglés si su honor estaba satisfecho. Mister Burnett decía que no, pero no se animaba a pedir los anteojos. Siempre los usaba en su despacho, o para salir de caza, pero esa noche, indignado y dolido, había olvidado mandarlos a buscar.

En la otra línea de la cancha, el commendatore Tacchi, que usaba lentes sin montura, se preguntó si el inglés no a estaría tomándose las cosas demasiado en serio. Sentía que el agua le calaba hasta los huesos y apenas podía levantar la pistola y apretar el gatillo. Estaba parado de costado, como había visto hacer en las películas, de manera de escamotear el cuerpo a los disparos de su rival. Cada vez que recargaba el arma tenía que secar los anteojos y volver a colocárselos con la cabeza gacha para impedir que se mojaran de nuevo antes de apuntar. El cuerpo de Mister Burnett era considerable, pero el commendatore Tacchi no le hubiera acertado a un elefante. Odiaba las armas y tenía un sentimiento romántico de la vida que lo hubiera llevado, en caso de ser el ofendido, a dar por terminado el duelo al primer cambio de disparos.

Durante la media hora inicial, el coronel Yustinov siguió el lance con asombro, mientras vaciaba una botella de Cabernet, pero luego empezó a impacientarse como el resto de los invitados que habían tomado ubicación en la tribuna. Cuando vio llegar al teniente Tindemann, se dijo que al menos podría enviar a Moscú un informe apoyado con documentos gráficos. El teniente plegó el paraguas, besó la mano de Madame Daladieu que estaba en el primer peldaño y subió entre la gente mientras los adversarios levantaban sus armas y disparaban al mismo tiempo. Los espectadores movieron las cabezas hacia los lados, comprobaron que Mister Burnett y el commendatore Tacchi seguían en pie, y se pusieron a charlar y reír en ellos. Sin el repertorio italiano, la orquesta empezó a repetirse. El teniente Tindemann se sentó al lado de su superior.

– El oso tiene su comida -dijo en voz baja.

El coronel sintió que su corazón se aceleraba. Sonrió para los demás y deslizó una pregunta casi inaudible.

– ¿Suficiente para volver a su guarida?

– Afirmativo -respondió el teniente y levantó la vo para comentar que las armas le parecían poco precisas Un camarero pasó por las gradas sirviendo vino y champagne.

– Vaya y revele -dijo el coronel.

Tindemann bajó de la tribuna, se acercó a Monsieur Daladieu para avisarle que iba a cruzar el campo del honor, y antes de irse fotografió a Burnett y a Tacchi recargando las armas. El capitán Standford, del servicio de inteligencia británico, había notado la ausencia del oficial soviético. Mientras lo miraba alejarse por el sendero de lajas desplegando un paraguas impresentable en una fiesta de gala, llamó al teniente Wilson.

– ¿Usted no nota algo extraño? -preguntó.

– Iba a decírselo, señor. A mi juicio las miras están torcidas.

– Me refiero al ruso.

– Va mucho al baño.

– Está bien. Hágase cargo hasta que yo vuelva.

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