Como las otras casas del barrio, el consulado tenía rotos los vidrios de todas las ventanas. Bertoldi se inclinó a recoger las astillas esparcidas sobre el camino de lajas y se pió cuenta de que estaba más maltrecho de lo que había supuesto en un principio. Le dolía todo el cuerpo y lamentaba que los periodistas no estuvieran allí para transmitir a Buenos Aires la noticia dé su asalto contra el enemigo. Fue hasta el mástil y puso la bandera en su lugar. Estaba sucia y tenía algunos flecos, pero imaginó que en el futuro alguien la exhibiría en la vitrina de algún museo como ejemplo de coraje y patriotismo.
El despacho tenía los postigos cerrados y la penumbra le alivió los ojos inflamados. No recordaba haber corrido [as cortinas ni tampoco cuándo había comido los huevos, pero las cáscaras estaban allí, apiladas sobre la mesa de la cocina. Su cabeza era un verdadero desorden, un caos de imágenes e ideas que se mezclaban y neutralizaban entre sí. Se desnudó y abrió la canilla para llenar la bañadera. En el espejo se vio la cara manchada de tierra y el cuello salpicado de sangre. Advirtió de pronto, que no se afeitaba desde el comienzo de la guerra y que esos días le habían parecido los más largos desde las vigilias junto al lecho de Estela. Se alejó del espejo para mirarse el cuerpo y descubrió que tenía moretones en las piernas y un raspón a la altura de la cadera. Miró el agua que subía en la bañadera y se dijo que no le vendría mal un vaso de ginebra. Fue a la heladera porque le parecía que había dejado una botella casi llena, pero no la encontró. Tampoco estaba en la alacena, ni en el aparador de las cacerolas.
Miró en el congelador, pero sólo encontró un atado de rabanitos, una banana ennegrecida y las mandarinas que empezaban a cubrirse de un moho azulado. Desistió de la ginebra y se comió la banana de pie, apoyado en la heladera. Después fue al baño, orinó largamente y pensó que en el canasto de los papeles encontraría algunas colillas para armar un cigarrillo y fumarlo en la bañadera. Volvió a su despacho, abrió un postigo y se agachó a revolver en el cesto. Fue entonces que encontró, junto al escritorio, un bolso de lona verde y un par de borceguíes. Una puntada en la rodilla le hizo cerrar los ojos y trató de relacionar esos objetos con lo ocurrido en las últimas horas. Al cabo de un momento intuyó que no estaba solo en la casa. Se, levantó sigilosamente y vio, sobre la mesa ratona, un paquete de Benson, un sombrero panamá y la botella de ginebra. Entonces descubrió al hombre que dormía en el sofá.
Era blanco, de nariz muy grande y barba descuidada, Tenía el pelo escaso y rubio. En la mano derecha, que apoyaba en la almohada, sostenía una pistola reluciente que apuntaba a la cabeza del cónsul. Bertoldi dio un paso al costado y el caño del arma lo siguió como si obedeciera a un radar. El hombre tenía la boca abierta y parecía estar en un sueño profundo. Desde donde estaba parado Bertoldi tuvo la impresión de ver la bala en el fondo de la recámara. Iba a hablarle, pero temió sobresaltarlo y empezó a retroceder hacia el baño. Recién cuando salió al pasillo, el intruso dejó descansar la mano sobre la almohada, pero sin sacar el dedo del gatillo.
El cónsul se deslizó hasta el dormitorio, volvió con la radio y la puso en el suelo, frente a la puerta del despacho. El hombre cambió de posición para llevarse la mano libre a la frente y empezó a roncar. El cónsul giró el dial en busca de alguna música estridente hasta que se detuvo, sin proponérselo, en la emisión de Radio Tirana. De pronto, la Internacional brotó del parlante apenas deformada por la lejanía de la onda, y el barbudo saltó de la cama como un resorte. Tenía el puño izquierdo en alto y los ojos desorbitados por la emoción. Estaba duro como un palo en el medió del salón, con la pistola en la mano derecha y un crucifijo al cuello. Bertoldi se sentía infinitamente cansado y tenía la impresión de que nunca más volvería a echarse en una cama. Apagó la radio y decidió ir a hacerse cargo de su destino.
– ¡Embajador, los patriotas del mundo lo saludan! -gritó el barbudo cuando lo vio llegar. La piel cuarteada por el sol y los ojos azules, muy bizcos, le daban el aspecto de un fraile bonachón.
– Usted está violando territorio argentino -dijo el cónsul-. Espero que pueda darme una buena explicación.
El otro bajó el brazo, estornudó dos veces y dejó la pistola sobre la mesa. Parecía aliviado. Buscó en el bolso y sacó un habano de quince centímetros, grueso como un dedo, y una caja de fósforos de madera. La habitación se llenó de un perfume dulce y el cónsul tuvo la sensación de que le acariciaban el paladar con una pluma.
– Quedan pocos hombres de su estirpe, embajador. Puede contar conmigo.
– Empiece por explicarme qué hace aquí.
– Mire, su política de puertas abiertas es conmovedora, pero si no echa llave le van a robar hasta las velas.
– Ya me pasó. Lo escucho.
– Mi nombre es Theodore O'Connell, pero está lleno de irlandeses con ese apellido, así que puede llamarme como quiera.
Hizo una pausa y tiró una larga bocanada de humo azul.
– Tengo el honor de solicitar formalmente refugio político en su embajada.
Bertoldi se dejó caer en un sillón.
– Ah, no, se equivocó de puerta, señor mío: esto es un consulado.
– ¿Consulado? Le pregunté a un tipo en el puerto. Por la embajada de la Argentina, pregunté. ¿Correcto?
– Lo siento. Si se corre hasta el bulevar va a encontrar todas las que quiera. La de Suecia es buena.
– Estamos en la misma situación, embajador; ni usted ni yo vamos a poder mostramos en el bulevar por un tiempo.
– Cómo, ¿ya se habla de mí?
– Disculpe, creo que se le está desbordando la bañadera. Bertoldi hizo un gesto de fastidio y corrió a levantar el tapón de goma. El agua empezó a bajar mientras el charco que se había formado en el piso se iba por la rejilla.
– Ya sabe qué en un consulado no se puede dar asilo. ¿Tuvo problemas con el gobierno?
– Todavía no. ¿Un cigarrillo?
Hacía rato que el cónsul esperaba el ofrecimiento. Dejó que el irlandés le alcanzara fuego, paladeó el humo y lo tiró por la nariz. Cuando el agua bajó lo suficiente volvió a colocar el tapón y entró en la bañadera. De la repisa tomó un paquete de jabón en polvo y esparció un buen puñado a su alrededor. Después revolvió el agua con un brazo y se fue sentando con cuidado. Le ardían las raspaduras y apenas podía doblar el cuello.
– No se ofenda, embajador, pero usted es el primer diplomático que me recibe desnudo, y el único que conozco que se baña con jabón de lavar la ropa. No lo cuestiono, al contrario, esas cosas hacen más fácil la convivencia cuando el lugar es chico.
El cónsul miró al hombre que estaba apoyado en el marco de la puerta: era más alto que él pero quizá no llegara a los cincuenta años. Era tan bizco que se hacía difícil saber hacia dónde miraba. De vez en cuando arrugaba la nariz, como si fuera a estornudar, pero al fin se contenía y dejaba escapar un carraspeo ronco. Encendió otra vez el habano y fue a sentarse sobre la tapa del inodoro.
– No quiero que piense que soy un tipo pesado, embajador, pero resulta que es muy importante para mí quedarme aquí, ¿sabe? Embajada o consulado, eso es un avatar de la burocracia, qué más da. Lo que cuenta es que usted es un tipo íntegro, que hace respetar su bandera.
– Eso se lo puedo garantizar -dijo el cónsul-, pero sepa que conmigo las amenazas no corren.
– ¿Quién lo amenazó? -se alarmó O'Connell- ¿Yo lo amenacé?
– Me apuntó con una pistola cuando entré a mi propia casa.
– ¡Ah, pero estaba dormido! Olvídelo, es un reflejo… Se imagina que me toca dormir en cada lugar que si no ando con un poco de cuidado…
– Perdone la franqueza, pero usted tiene aspecto de guerrillero.
– No sea tan esquemático…
– Si se queda acá nos van a mandar la policía. ¿Lo había pensado?
El irlandés asintió con un ojo volcado hacia el cielo raso y otro en dirección a la puerta.
– Bongwutsi es neutral. Simpatiza con Inglaterra, pero es neutral. Lo escuché por la radio.
– Hay como cincuenta embajadas en el bulevar, ¿por qué se metió aquí?
– Usted conoce la respuesta, embajador: tenemos el mismo enemigo.
– Ahora veo: usted es miembro del IRA.
O'Connell elevó los ojos y las manos y estornudó con un ruido que sobresaltó al cónsul.
– ¡Qué fácil es para usted la vida! Si levanto el brazo soy comunista y si llevo un crucifijo soy del IRA. ¡Hágame el favor!
– Si me disculpa voy a salir de la bañadera.
O'Connell se puso de pie y salió al pasillo. Llevaba el cigarro entre los dientes y a veces fruncía la nariz.
– El polen me tiene loco -dijo al otro lado de la puerta-. No se imagina la plata que gasto en remedios con esta alergia. Ya me tuve que ir de Filipinas porque arruinaba todas las emboscadas.
Bertoldi se envolvió en una bata desteñida, se peinó y se puso una buena capa de desodorante. Se sentía mejor. Alguien, al fin, le dirigía una palabra de afecto.
– Va a tener que cambiar los vidrios -dijo O'Connell-. Se me fue la mano con la mezcla.
– ¿Qué mezcla?
– Al final la garita ésa era de lata. De lejos parecía acero del bueno.
– ¿Usted se da cuenta en qué compromiso me está poniendo?
– Bueno, yo lo vi en un apuro y pensé que a mejor sería hacer un poco de distraccionismo.
– ¿De qué?
– Distraccionismo; que miraran para otro lado.
– Hágame el favor, salga de mi casa. A ver si piensan que soy cómplice de un subversivo.
– No diga eso; yo le propongo una alianza para defendernos del imperialismo inglés.
– No diga disparates, cómo me voy a juntar con un terrorista.
– Eso no es justo, embajador. Yo no soy ningún mercenario. Cuando le muestre la plata que llevo se va a convencer de que no es la más apropiada para abrir una cuenta en el banco.
– ¿Tiene dinero encima?- el cónsul sintió un estremecimiento.
– Para empezar, los vidrios corren por mi cuenta.
Bertoldi aplastó el cigarrillo y se puso a mirar por la ventana.
– ¿Está seguro de que nadie lo vio entrar?
– Si me hubieran visto ya estarían aquí. En Europa hice saltar tres embajadas yanquis y siempre le echaron la culpa a Kadafi.
– ¿Usted qué quiere de mí? ¿Para quién trabaja?
– Esas son muchas preguntas, embajador. En su lugar haría un informe detallado a la cancillería. Después, si rechazan el pedido de refugio yo me voy y tan amigos como antes.