Al ver aparecer el tren en la curva, el cónsul saltó a un costado de las vías y estuvo a punto de rodar por el terraplén, arrastrado por el peso de la valija. Pero enseguida advirtió que la locomotora avanzaba muy lentamente envuelta en el vapor, despidiendo un humo denso que se diluía en la negrura de las nubes. Parado en la oscuridad Bertoldi leyó el cartel amarrado a la trompa de la máquina:
AQUÍ VUELVE EL COMANDANTE QUOMO
PROLETARIOS DEL MUNDO UNIOS
Vio monos asomados por las ventanillas y encima de los techos y pensó que el calor y los disgustos lo hacían ver fantasmas; pero cuando pasó el furgón de cola, cargado de carbón, lo corrió y subió de un salto. Estaba ahogado por el calor y se dejó caer sobre el piso tiznado, pensando obsesivamente que debía llegar a tiempo para alcanzar el ómnibus a Tanzania.
¿Lo sabría la patria? ¿Se enteraría algún día de lo que hacía por ella? ¿Su nombre estaría alguna vez en los libros? Por las dudas, al llegar a Suiza tomaría una secretaria para dictarle sus memorias y luego las enviaría a la cancillería de Buenos Aires.
A través del vidrio vio a un negro desharrapado que se paseaba dando gritos entre los asientos ocupados por los monos y descartó que ese mamarracho pudiera ser el dictador Quomo. Luego cayó en la cuenta de que los gorilas viajaban de la selva hacia la ciudad y no a la inversa, corno sucedía siempre, y esa comprobación lo dejó desconcertado e inquieto.