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Antes de verla con la valija, cuando la oyó decir su nombre en la oscuridad, el cónsul supo que ése sería su último encuentro con Daisy. Más tarde, mientras hacían el amor y se buscaban los ojos a la luz de la linterna, ella le dijo que no lo olvidaría jamás. En esa caballeriza se habían contado secretos y jurado días imposibles, como si tuvieran una vida por delante. Se abrazaban besándose las pupilas, adivinando los contornos de los cuerpos en la penumbra y en noches serenas y estrelladas murmuraban promesas que se desvanecían con el último beso. A veces, ganado por la melancolía, el cónsul evocaba vías y terraplenes, baldíos y amaneceres que Daisy trasladaba en su imaginación a los desolados suburbios de Liverpool, donde había sido joven y rebelde. Repetían cada vez las mismas obsesiones, remotas e inasibles, los mismos deseos de atrapar la lejanía y el tiempo que los disecaba irremediablemente. La última noche, recostada en la hierba seca, Daisy no pudo sofocar un sollozo y una maldición contra la vida. El reflejo de la luz sobre la cara le daba un aire de madona envejecida. Abrazó al cónsul con todas sus fuerzas y le pidió que le enviara a Londres las cartas que había dejado en el buzón del consulado, convencida de que para borrar de su vida al marido tenía que olvidar también al amante. Bertoldi fingió comprenderla, pero al amanecer, mientras la acompañaba por el sendero del bosque, se dijo que nunca se las enviaría, porque ella no lo deseaba de verdad. Se sentía tan abatido que cuando Daisy llamó un taxi ni siquiera le preguntó a qué hora salía el avión. Le dio un beso en la mejilla, ayudó al chofer a poner la valija en el baúl y se quedó parado en la vereda mirando el coche que se alejaba.

La caballeriza quedaba a dos kilómetros del consulado, pero para esquivar la zona de exclusión Bertoldi tenía que caminar unas treinta cuadras. Prefirió, entonces, internarse en el bosque y bordear el lago. Tenía el cuerpo pesado y el ánimo abatido. Sentía que con la partida de Daisy, la muerte de Estela volvería a ocupar toda su vida. Al pasar frente al embarcadero viejo le vino a la memoria el atardecer en que subieron por primera vez a un elefante. Dos nativos que regresaban a una aldea del norte les hicieron un lugar y se internaron en la selva por un camino de cazadores. Los otros animales se apartaban a su paso y sólo los insectos de luz y las mariposas los acompañaban en la marcha. El andar del elefante era tan suave que tuvieron la sensación de ir sobre una nube que se desplazaba entre el follaje y las flores. En el viaje fumaron tabacos nuevos, y soñaron despiertos con lo que nunca soñaban dormidos. Desde entonces Estela empezó a creer, como los nativos, que las pesadillas venían del diablo y se despertaba espantada y sin coraje para nada.

En ese tiempo ya conocían a Daisy, pero el cónsul no sospechó nunca que un día sería su amante. Estela le contó la travesía a lomo de elefante y Daisy se sorprendió de que hiciera un mundo de tan poca cosa. Los ingleses salían en safari todos los meses y la señora Burnett no recordaba otra cosa que el asedio de los mosquitos y la tediosa espera hasta que aparecía la presa. Era raro que el embajador volviera con una pieza mayor porque tenía muy mala puntería y se quedaba dormido sobre el mantel del pic-nic ni bien los negros retiraban la vajilla del almuerzo.

Tal vez si Daisy le hubiera contado lo ocurrido con el gorila en la embajada británica, Bertoldi no habría sentido un vago sentimiento de compasión por Mister Burnett. También él conocería ahora el silencio de las piezas vacías, sabría que esos cabellos enredados en la rejilla del lavatorio sólo podían ser suyos, dejaría siempre encendida una luz en otra habitación, revolvería cajones en busca de fotos y cartas que antes le hubieran parecido sin importancia. O, como hacía el cónsul, dejaría una canilla abierta en la cocina mientras andaba por la casa.

Bertoldi fue a la costa por un camino de piedras azules. Las iguanas iban a refugiarse bajo las plantas y de pronto la marea depositó un bulto sobre la playa. Se acercó a mirar y halló un perro muerto, hinchado a reventar, con la boca abierta y los ojos desorbitados. Estuvo largo tiempo allí, rodeado por las olas, mojándose los zapatos, pensando que tal vez alguien lo había arrojado de un barco y el animal no pudo encontrar la orilla.

Al llegar a su casa fue derecho al buzón donde estaba el paquete que había dejado Daisy. Lo puso sobre la mesa y abrió un postigo para que entrara la luz. Un pedazo de vidrio roto cayó al suelo y una lagartija asomó la cabeza por el agujero de la ventana. Ahora eran varios los grillos que cantaban en la habitación. Se echó en el sofá y cerró los ojos, pero no pudo apartar de su cabeza la imagen del perro ahogado. Buscó en el cesto de los papeles y encontró una colilla de la que sacó un par de pitadas. Los grillos estaban aturdiéndolo y tuvo que abrir todos los postigos para que la luz los hiciera callar. Se preparó un café y lo llevó al despacho. Daisy había envuelto el paquete con una cinta con los colores británicos, pero Bertoldi lo atribuyó a pura distracción y empezó a desatar el nudo mientras el pucho se le consumía en los labios. Dio vuelta el retrato de Estela y rompió el forro azul, pegado con scotch. Adentro encontró una colección completa y bien ordenada de las partituras para piano de Ludwig van Beethoven.

Aunque seguía aturdido, no necesitó mucho tiempo para darse cuenta de que Daisy se había equivocado paquete y que sus cartas seguían en la embajada británica al alcance del despechado y rencoroso Mister Burnett.

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