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Con las partituras en la mano, absorto, el cónsul se paseó por su despacho y trató de recordar cuántas cartas le había escrito a Daisy en esos meses. Varias veces le había pedido que las quemara, pero en verdad se sentía orgulloso de que ella las guardara y las releyera cuando se sentía sola, a la hora de la siesta, mientras Mister Burnett se encerraba en su atelier a armar los barriletes que copiaba del Kite Magazine.

Pensó en lo que podía ocurrir cuando el embajador británico las hallara en el cajón de algún armario y se le hizo un nudo en el estómago: lo más probable, supuso, sería que atacara el consulado con el pretexto de toma de represalias por la reconquista de las Malvinas.

Entró al baño, abstraído en sus conjeturas, y encontró a O'Connell que dormía en la bañadera, con un braza bajo la nuca y los pies apoyados contra los azulejos. Tenía la boca muy abierta y la barba aplastada contra el pecho. Una gotera caía desde la ducha y corría hacia el desagüe formando un hilo delgado y movedizo. Cada vez que se le acercaba un mosquito, el irlandés levantaba una mano y se golpeaba la cabeza como si acabara de acordase de algo importante. Había dejado la pistola en la jabonera y el panamá colgaba de una canilla, junto a la camisa recién lavada.

Cuando Bertoldi se acercó al inodoro, O'Connell manoteó la pistola y se sentó, rígido, con la mirada atravesada.

– Me robaron la plata -anunció el cónsul-. Esos negros de mierda…

– ¿No me diga? ¿Lo golpearon?

– Seguro, si me desperté tirado en una vereda.

– ¡Muy bien! Yo no esperaba tanto.

– ¿Qué es lo que le parece muy bien?

– Que estén acumulando fuerzas. ¿No tiene idea de quién los manda?

– Qué sé yo. Son unos muertos de hambre.

– De acuerdo, pero se están organizando, expropian a los blancos. A usted ya le habían sacado los documentos, me dijo.

– En el ómnibus. La plata y el pasaporte, como ahora.

– ¿También se llevaron el pasaporte? -el irlandés salió de la bañadera, exultante- ¡Me lo hubiera dicho antes, hombre!

– Yo no veo ningún motivo de regocijo. Si hasta los cigarrillos me robaron.

– Eso está mal, ¿ve? Son desviaciones criticables, ya se lo vamos a decir. Lo importante es que están juntando documentación.

– ¿Para qué quieren un pasaporte sin foto?

– ¿Sin foto? ¿El pasaporte estaba en blanco?

– Qué quiere, si no tenía plata para ir al fotógrafo.

– ¡Ah, pero entonces esta gente sabe muy bien lo que hace!

– ¿A usted le quedó algo de esa plata?

– Claro, no se preocupe.

– Entonces no es grave. Pasaportes tengo unos cuantos.

– Necesito hablarles. ¿Dónde le parece que los puedo contactar?

– Déjelos, qué van a hacer con un pasaporte…

– Kadafi empezó con el carné del comedor escolar.

– Voy a hacer café. Si le parece habría que comprar algo para comer y llamar a alguien que ponga vidrios nuevos.

– Alguna ropa no vendría mal, tampoco. Si va a salir tráigame dos camisas cuello cuarenta. ¿Qué le parece si busco a esa gente en el mercado?

– En su lugar yo iría al prostíbulo, en la Isla de las Serpientes. En cada redada la policía se lleva una docena. A los reincidentes los mandan a la selva.

– ¿Hay gente confinada?

– Sólo los que roban a los blancos.

– Esos son los que me interesan. La Isla de las Serpientes, dijo.

– Hay una lancha que lo lleva. Se imagina que yo no puedo dejarme ver por ahí en un momento como éste.

– Comprendo. De todos modos no creo que los ingleses se pongan pesados por ahora. Van a esperar a ver qué pasa cuando la flota llegue a las Falkland.

– Los vamos a echar a pedradas.

– ¡Así me gusta oírlo!

– Ahora, si Mister Burnett encuentra las cartas, mi situación va a ser delicada.

– ¿Qué cartas?

– Olvídelo, es un asunto personal.

– En un revolucionario las cuestiones personales Son inseparables de la política. En fin, algo así. Si vuelven a expropiarlo trate de establecer algún contacto. Haga correr la voz de que el comandante Quomo está en camino.

– Ni lo sueñe. ¿Dónde está la plata?

O'Connell fue hasta el baño y volvió con el bolso. Del fondo sacó un manojo de libras arrugadas y las echó sobre la mesa.

– Quería preguntarle, Bertoldi, ¿usted espera alguna encomienda?

– ¿Encomienda? -el cónsul sonrió-. Acá lo único que llega de vez en cuando es el diario y ni siquiera viene a mi nombre.

– Está bien, pero si un día de estos le traen un paquete, una valija, o algo así, alcáncemelo enseguida.

– Descuide -el cónsul recogió los billetes y los guardó en un cajón del escritorio-. Lo último que recibí fue un paquete con partituras de Beethoven.

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