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Desde que Quomo y los suyos llegaron a lo de Florentine los Kruger se instalaron en la esquina del subte. Lauri y Chemir se turnaban para hacer guardia desde una ventana, pero al cabo de un tiempo se convencieron de que los alemanes no se arriesgarían a tomar la casa por asalto y sólo los atacarían cuando salieran a la calle.

Las pocas noches en que dormía solo, Lauri tenía pesadillas de las que luego recordaba fragmentos: caras deshechas, el minué inconcluso, un banco de escuela sobre el que alguien había grabado un jeroglífico árabe. Se acostumbró, entonces, a dejar la puerta abierta y la luz apagada. A veces se quedaba dormido y lo despertaba una caricia, pero nunca sabía con quién hacía el amor. Apenas podía ver los ojos de las mujeres cuando encendían un cigarrillo y al día siguiente se esforzaba por reconocerlas en la mesa del desayuno.

Estaba habituándose a pasar el tiempo en la cama, leyendo y observando a los Kruger, que ya formaban parte del paisaje. Después de cenar miraba televisión y conversaba con los clientes; lentamente había dejado de pensar en la Argentina y la revolución de Quomo le parecía cada vez más lejana. Le sorprendió, entonces, que Quomo lo convocara una noche a su habitación.

– ¿Qué posibilidades tenemos de sacar a los Kruger de allí? -le preguntó.

– ¿Ya nos vamos?

– Muy pronto.

– ¿A usted le parece justo abandonar a Florentine, dejar la ruleta, y tener que levantarse temprano por una revolución en la que nadie cree? Suponga que un día los alemanes se vayan de la esquina y podamos ir al cine, a bares, a los museos…

– No, no, la plata ya está en Bongwutsi. O'Connell debe haber comprado el arsenal. Para ir al aeropuerto hay que sacarse a esos asesinos de encima.

Lauri fue hasta la ventana y miró a la calle.

– No comen, no duermen nunca… Parecen robots.

– Son alemanes y tienen una orden, eso es todo -dijo Quomo.

– Disculpe que me meta en esas cosas, pero me parece que está ganando demasiado y si Florentine se funde nos va a echar a la calle.

– Yo no puedo perder. Esta noche vaya usted y deje veinte o treinta mil francos a punto y banca.

– Ir a perder no es muy gratificante. ¿Está seguro de que la revolución necesita de mí?

– ¿Que si necesita? Venga, mire: ¿se anima a hacer carambola desde aquí? Con buena luz, claro.

– ¿Quiere que tire otra vez desde la ventana?

– Sí, pero no directamente -Quomo fue a correr la cortina-. Vea si puede usar la entrada del subte para que reciban las balas de rebote. El arma está en el altillo.

– No habla en serio.

– No le digo que sea ahora mismo, pero cuando los ingleses se vayan de Bongwutsi para las Falkland habrá que salir corriendo. El sultán no puede tener el avión esperando todo el año. Le aviso para que no lo tome de sorpresa.

– Pensé que en una de esas nos quedábamos un tiempo en París. Lenin lo pensó muchos años antes de largarse.

– Usted mire el cartel del subte y piense. Si quiere use la columna del semáforo, pero no deje huellas, no quiero que Florentine tenga líos con la policía.

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