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Durmieron en una hondonada de hierba fresca cubierta por árboles recién derrumbados. El último en acostarse fue Quomo, que se internó en la selva y dibujó marcas en los troncos para orientarse cuando desapareciera el resplandor del incendio. Mientras se abría paso en el follaje, el comandante se preguntó si O'Connell tendría suficientes conocimientos de estrategia para sostener la ocupación del aeropuerto hasta su llegada. A lo lejos oyó el bramido de un elefante seguido por miles de cantos, como si la selva empezara a salir de su letargo. Cerró los ojos y le pareció que escuchaba crecer los arbustos a su alrededor.

Se echó boca arriba y recordó la primera vez que su padre lo llevó a través de la selva, escapando de una patrulla inglesa. Un insecto zumbó a su alrededor y fue a enredársele en el pelo. Un cosquilleo le corrió por la nuca y lo sintió en todo el cuerpo hasta que se quedó dormido.

Se despertaron a medianoche y Quomo envió a Chemir a recoger cocos y dátiles maduros. El comandante sacudió las ropas contra un tronco para sacarles la tierra seca y Lauri vio, por primera vez en su vida, un gorila de pelo amarillo. Estaba sentado sobre la rama más gruesa de un árbol, brillando por el resplandor que llegaba del río, y cada tanto hacía sonar un timbre. Al principio, Lauri no distinguió ese sonido de otros que salían de la espesura, pero luego oyó con claridad el ring-ring que llegaba desde arriba. Levantó la vista y encontró la mirada del animal, que estaba envuelto en un enjambre de moscas. Tocaba un timbre metálico y luego se llevaba una mano a la oreja, como si intentara capturar la melodía. Lauri retrocedió unos metros sin perderlo de vista y después corrió a buscar a los otros.

– ¿Dónde está? -preguntó Quomo. Lauri señaló el lugar y los cuatro se acercaron en silencio. Al verlos llegar, el gorila chilló, dio unos saltos sobre la rama y se abrazó al tronco más grueso.

– Ese no es de acá -comentó Quomo.

– Nguena -dijo Chemir.

– Sí, ¿pero qué hace aquí? -preguntó Quomo.

El mono bajó del árbol agarrado de una liana. Parecía intimidado y se movió lentamente hasta esconderse detrás de un matorral. Quomo gritó algo que Lauri no entendió y luego agregó un discurso imperativo. Desde la maleza llegó otra vez el sonido del timbre. El sultán soltó una risita nerviosa y siguió, deslumbrado, los movimientos del comandante. Quomo apartó los juncos y tendió una mano en dirección del gorila. Estuvieron mirándose un rato, juntando las narices como si se olfatearan. Nadie atinó a moverse hasta que Quomo se sentó en el suelo y el animal lo imitó como si estuviera dispuesto a escucharlo. Lauri se recostó contra un árbol de flores marchitas y buscó, en vano, los cigarrillos que había perdido en el río. El sultán se había quedado con la boca abierta, atónito, envuelto en la túnica arrugada y sucia. El gorila dio un grito largo, pero no parecía enojado. Quomo se golpeó el pecho con los puños y le habló en un tono manso, persuasivo. Las moscas daban vueltas alrededor del animal y cada tanto se paraban sobre su nariz húmeda. Por entre el follaje bajaban hilos de agua que le perdían en la tierra reseca. El gorila rubio miró caer la lluvia y se distrajo un momento. Quomo extendió un brazo, recogí un poco de agua en la mano y se lavó la cara. El mono movió la cabeza, sorprendido, e hizo lo mismo. Una lagaña larga y azulada le salía de un ojo. Quomo asintió, dijo algo en voz baja, y repitió el gesto con los dedos abiertos. El gorila dudó un instante pero volvió a imitarlo y dejó caer el timbre redondo y cromado. Quomo lo recogió cuidadosamente, mientras el mono miraba a los dos blancos con curiosidad. Al rato se dio cuenta de que le habían quitado el juguete y lanzó un rugido amenazador; saco las uñas, tomó a Quomo de un brazo y lo sacudió como una palmera. El comandante protestó a los gritos y cuando pudo juntar las manos hizo sonar el timbre varias veces hasta que el gorila se quedó quieto, mirándolo hacer

– Eso viene de una bicicleta -dijo Chemir.

El sultán lo miró y se rió como si se tratara de un chiste.

Quomo hizo sonar el timbre una vez más y se lo devolvió al gorila que tendía la mano, ansioso.

– Entonces el tren no puede estar lejos -dijo.

El gorila se paró y fue a unirse al grupo, como uno más.

– ¿De qué está hablando? -preguntó el sultán, perplejo.

– En esta época del año los gorilas bajan a la ciudad por las noches y hay un tren que los trae de vuelta a la selva. Con este se equivocaron, porque los Nguena viven en el norte.

El comandante se paró frente al mono e imitó el ruido de una locomotora. El animal dio dos saltos, tocó el timbre varias veces y corrió hacia la espesura doblado en dos.

– Vamos con él -dijo Quomo.

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