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El cónsul se quedó un momento tirando el tratando de leer entre las líneas que se disolvían bajo la lluvia, mientras el teniente Tindemann y el capitán Standford seguían peleando en cubierta. Se preguntó por qué las cartas estaban en manos de un oficial soviético, y como no encontró una explicación valedera pensó que algo grave estaba sucediendo y que lo más prudente sería arrojarlas al lago para que nadie más pudiera encontrarlas. Pero era tan incómoda su posición, acurrucado entre los fardos de tabaco, que cuando lanzó el paquete hacia la borda éste golpeó contra un hombro del teniente Tindemann y cayó a los pies del coronel Standford.

Aterrorizado, Bertoldi tomó la maleta y se precipitó hacia la escalerilla del barco tratando de divisar si los negros no lo esperaban en la plaza del arsenal. En ese momento oyó una explosión y sintió que la tierra temblaba. Cuando llegó al muelle vio que el arsenal empezaba a derrumbarse y los soldados corrían despavoridos por la plaza. En pocos minutos sólo quedaron ruinas y una polvareda espesa. Los fardos de tabaco entre los que había estado oculto Bertoldi cayeron al muelle, y el teniente Tindemann quedó tirado en el piso como si lo hubiera volteado un rayo. Standford se arrojó del barco y desapareció entre las bolsas de café y las maderas amontonadas en el puerto. El cielo empezó a iluminarse y un viento caliente empujó los árboles. En el centro empezó a sonar una sirena de bomberos y la gente salió a las calles con las radios para enterarse de lo que había sucedido. El cónsul tuvo el presentimiento de que esa mañana no habría ómnibus para Tanzania y empezó a atravesar la plaza sobre escombros, armas desparramadas y heridos que se quejaban. Iba a tomar por la ruta de la costanera cuando vio aparecer el camión de la municipalidad. Kiko y los dos peones bajaron a mirar el desastre de la plaza y enseguida se pusieron a recoger las armas esparcidas por el suelo. El cónsul los oyó gritar en su idioma y vio que se apuraban a echar en la caja todo lo que hallaban a mano. Se dijo que esa era la última oportunidad que se le presentaba para alejarse de allí. Los observó mientras levantaban fusiles y municiones y se demoró un momento para no tener que ayudarles. Cuando oyó la sirena que se acercaba por la avenida, levantó la valija y corrió hacia el Chevrolet gritando el nombre de Kiko.

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