Al entrar al Sheraton, Bertoldi sintió cierta aprensión, como si temiera encontrar su foto con un pedido de captura. Se tapó la cara con el sombrero y miró de reojo a la gente que vagabundeaba por el hall decorado con plantas artificiales. A medida que avanzaba por la alfombra logró simular un aire displicente. Se acercó a la conserjería y preguntó si su reserva había sido registrada. Un hombre calvo, de uniforme bordó, le alcanzó una ficha y una lapicera y el cónsul escribió sus datos y una dirección de Buenos Aires. Aunque trataba de no parecerlo, estaba tan emocionado y nervioso como la primera vez que su padre lo llevó a la cancha de Boca. De una oficina contigua salió un hombre alto, de pelo plateado, que se presentó pomo el gerente del hotel y le dio la bienvenida. Un alemán de pantalón corto y medias de colores dejó un pájaro embalsamado sobre el mostrador y pidió que lo subieran a su habitación. Entre la gente, el cónsul reconoció a la adolescente casi desnuda, que ahora estaba sola.
El conserje le devolvió el pasaporte junto con una tarjeta de identificación. Una valija azul, muy castigada, apareció a su lado y el botones le preguntó si ya podía llevarla. El cónsul asintió y lo siguió hasta el ascensor. Mientras subían recordó que en sus películas Cary Grant compraba las camisas por teléfono y se dijo que tenía que poner la suya a secar. El encargado de piso abrió la puerta y leí mostró cómo funcionaban el teléfono, los rayos para broncearse y el equipo de video. Luego le entregó el programa de cine y le indicó cómo pedirlo por teléfono. Bertoldi sacó tres billetes de una libra y se los dio al botones.
La valija estaba junto a la cómoda y no era más pesada, que las que servían para viajar. Bertoldi se preguntó si sería prudente abrirla como a una maleta cualquiera y temió que en la cerradura hubieran puesto una bomba cazabobos.
Fue al baño, reguló el termostato a veinte grados, y abrió las- canillas. Luego tomó varios frascos de hierbas del placard, volcó la mitad en la bañadera y guardó el resto para llevárselos al consulado. Mientras esperaba que subiera el agua, echó un vistazo al menú y sintió un inmediato deseo de probar el pulpo de 220 dólares y la langosta de 350. Hacía tantos años que no veía el mar, ni comía mariscos, que deseó fervientemente que en el restaurante no tuvieran un aparato para controlar los billetes.
Más tarde, sumergido en el agua perfumada se dio cuenta del riesgo que corría si cambiaba más dinero falso y buscó en la carta alguna cosa que no pasara de las cinco libras auténticas que tenía en el bolsillo. Eligió un sandwich de jamón y lo pidió desde el teléfono del baño. Después cerró los ojos y trató de disfrutar de su primera vez en el Sheraton.
Cuando le llevaron el sandwich se envolvió en la toalla, puso música y fue a comerlo junto a la ventana. Estaba hambriento y preocupado. Debía impedir que O'Connell utilizara el consulado como centro de la subversión si no quería terminar frente a un pelotón de fusilamiento. ¿Qué podía hacer? ¿Entregar la valija a la policía? ¿Pedirle con toda firmeza que se fuera cuanto antes de su casa? Le pareció que la última posibilidad era la más digna de un hombre de bien y miró de nuevo la maleta. Entonces advirtió que una de las cerraduras estaba abierta y que un trozo de plástico asomaba por un costado. Dejó el sandwich y colocó la valija sobre la cama. Tiró con cuidado del nailon, como si desenredara un ovillo, y se dijo que si hubiera una bomba ya habría estallado. De pronto, algo duro se trabó contra el cierre. Ganado por la curiosidad acercó una lámpara y sacó el plástico de un tirón. El primer volumen del Libro Verde de Muhamed El Kadafi cayo sobre la colcha y el cónsul se quedó un instante perplejo, mirando la tapa de cuerina con el título en letras de oro. Fuera de sí, se puso de rodillas y tironeó hasta que el cerrojo cedió con un golpe seco. Una montaña de billetes relucientes cubrió la cama y algunos, envueltos en fajos cayeron al suelo.
El cónsul retrocedió con la boca abierta y un temblor en los labios. Balbuceó un "carajo" y una puteada sin destinatario preciso. La toalla se le había desprendido de la cintura y temblaba como un epiléptico. Lentamente se fue doblando hasta que las rodillas llegaron a la alfombra y levantó un billete en el que Benjamín Franklin estaba más serio que un monje español. Entonces tuvo un mareo y cayó de lado, con una mejilla apoyada sobre un fajo de cien y el oído acariciado por la música funcional.
Se despertó al caer la tarde con la sensación de haber navegado por un ancho río, entre caballos muertos y árboles a la deriva. Los dólares seguían allí, pulcros como estampitas de la Virgen, Bertoldi levantó un puñado contra la luz que se filtraba entre las cortinas y estuvo así, quieto, hasta que abrió la mano y por entre las lágrimas vio que la suerte, por fin, venía a su encuentro.
No se movió hasta el anochecer. Varias veces miró su nombre en la etiqueta de la valija y lo repitió con la garganta apretada. Luego se levantó y comió el resto del sandwich. A medianoche se vistió en un rincón, recogió la plata y la puso en la maleta, cuidadosamente. La cerradura le dio un poco de trabajo, pero al fin oyó el clik y se tranquilizó. Llamó a la recepción y preguntó el horario de los aviones para Europa. Con voz de circunstancias, el empleado le informó que la pista acababa de ser inutilizada por una bomba, pero que las líneas aéreas se harían cargo de los gastos de hotel. Preguntó a qué compañía debía cargar su cuenta, pero Bertoldi colgó sin responder y deseó a O'Connell los peores males del infierno. Aturdido, fue a lavarse la cara y se quedó unos minutos con los ojos fijos en el espejo. Cuando se sintió más tranquilo tomó la valija y bajó para dejarla en depósito.
Le dieron un ticket celeste y el gerente salió a estrecharle la mano otra vez, apesadumbrado por lo de la pista. Bertoldi volvió al consulado a pie, mirando la ciudad como si fuera la última vez. Su corazón, que saltaba de impaciencia, le decía que el largo exilio estaba llegando su fin.