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Desde la puerta de su atelier, Mister Burnett oyó los gritos de los diplomáticos que corrían a ponerse a salvo del ventarrón. El cielo era un gran arco iris de fuegos y nubes y sólo el Primer Ministro sabía lo que significaba ese estremecimiento en las entrañas de Bongwutsi. El coronel Yustinov pasó por el sendero de lajas levantándose los pantalones, tambaleante, cubierto de crema y chocolate, hablando solo. Más allá, el teniente Wilson trataba de ordenar la retirada de los invitados hacia el bulevar con algunos guardias que habían tomado y fumado demasiado y no parecían serle de mucha utilidad.

El Primer Ministro se acercó a Mister Burnett, que estaba remontando la estrella de cinco puntas, envuelto en una salida de baño, y le dijo que Quomo había regresado y que necesitaría de los soldados británicos para hacer frente a una nueva revolución. El embajador le respondió con una carcajada y se fue corriendo, dándole hilo al barrilete que ya volaba por encima de la arboleda. "Pónganle música, pónganle música", gritaba, hasta que se perdió en la oscuridad.

El teniente Wilson quería llevar a Monsieur Daladieu ante el agente Jean Bouvard, porque no había entendido bien lo que éste le había contado y dudaba de que estuviera en su sano juicio. Pero el embajador de Francia se había ido en la ambulancia con el commendatore Tacchi para certificar que el honor de Mister Burnett estaba a salvo y de paso comunicar los últimos acontecimientos al Quai d'Orsay. En medio de la confusión, algunos diplomáticos se quejaban de haber perdido a sus mujeres, y el Primer Ministro gritaba que era necesario salir a patrullar la ciudad. El teniente Wilson, desbordado, pidió que le trajeran un jeep para ir a encender personalmente los fuegos artificiales. Quería hacer la cuenta de la tropa que le quedaba e impartir las primeras órdenes de represión.

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