Calles prolijas, canales mansos, un lago cristalino. La primavera que asoma en las macetas que adornan los balcones. ¿Qué podía importarle a Lauri esa ciudad si era un azar, un cruce de caminos, un punto de fuga?
Mientras pasaba por una callejuela solitaria, de puertas cerradas, jugó a imaginar que Zurich no había cambiado desde los tiempos en que Lenin tomó el tren para atravesar Alemania y sublevar Petrogrado. Cuando llegó a la estación algo apareció en su memoria: "Sí… pero Lenin sabía adonde iba".
Fue hasta la plaza del ajedrez, se detuvo un par dé veces a observar las caras de los que' meditaban una jugada y continuó por un sendero de baldosas desierto e impecable. Atravesó el puente y se agachó en la otra orilla a mirar los cisnes que se le acercaban deslizándose sobre el agua. De cuclillas al borde del lago, pensó que tal vez Lenin salía de su casa por las mañanas con un pedazo de pan para ellos y un libro (¿cuál?) para leer en el silencio de la plaza.
Pero Vladimir Ilich estaba terriblemente muerto y Lauri se había dejado ganar por la melancolía. Parado al borde de la vereda, miró a la mujer que dirigía el tránsito. Cuando vio el gesto invitándolo a cruzar, sintió una vez más el peso de ese mundo aséptico y calibrado, tan lejano al suyo. Tomó un tranvía y se quedó parado para observar las caras de los viejos que mostraban la indiferencia cordial de los gerentes de banco. En un cruce de avenidas advirtió que se había pasado de parada y tuvo que rehacer a pie el camino hasta el hotel. Caía la tarde y quería evitar el gentío que abandonaba las oficinas y los negocios. Preguntó al conserje si había correspondencia para él, y subió los cuatro pisos hasta su habitación. Junto a la pared había varios pares de zapatos para lustrar y un canasto con sábanas sucias. Lauri fue hasta el baño que quedaba al fondo del corredor y luego entró en su habitación.
Se tiró en la cama y estuvo mirando las montañas a través de la ventana hasta que se quedó dormido con la ropa puesta. De repente lo despertaron unos gritos en la escalera: prestó atención, pero no pudo entender lo que discutían porque los hombres mezclaban el inglés con otro idioma, más colorido y rápido. Oyó que se llevaban por delante los zapatos del pasillo y luego percibió el ruido de una llave que entraba en la cerradura. Se sentó en la cama y encendió la lámpara. Afuera la discusión subía de tono y uno de los hombres empezó a maltratar el picaporte mientras pateaba la puerta. Era la primera vez que Lauri oía levantar la voz en Suiza. Del otro lado, uno de los que gritaban cargó contra la puerta, que cedió con un chasquido de madera astillada. Una sombra torcida trató de alcanzar la llave de la luz, pero no pudo mantenerse en equilibrio y se derrumbó en la oscuridad. La mesa se volcó y la lámpara se apagó al golpear contra el piso. El caído se quejó, empujó la cama y se golpeó contra al duro. En el umbral apareció una figura rechoncha que tapó la escasa iluminación que llegaba del pasillo.
– Ya ve, Quomo, el mundo es un pañuelo -dijo el gordo, y encendió la luz.
En su cara había una ligera sonrisa de satisfacción. El borracho se había llevado al suelo la mesa destartalada trataba de incorporarse agarrándose de una silla. Un surco rojo le bajaba por la ceja derecha.
– Lo voy a hacer fusilar -dijo-. Se lo prometo.
Lauri se levantó a ayudarlo. Lo tomó de los brazos y tironeo, pero apenas alcanzó a moverlo. Tenía la piel de un marrón oscuro y brillante, como las berenjenas.
– ¡Rusos! -gritó el gordo- ¡A quién se le ocurre confiar en los rusos!
Se aflojó la corbata, sacó un pañuelo grande como un mantel y se lo pasó por el cuello y la papada.
– ¿Dónde estaba el pueblo? ¿Dónde? -preguntó y se dirigió a Lauri que había vuelto a sentarse sobre la cama-. ¡Sólo los ingenuos y los borrachos confían en el pueblo…!
El otro se tomó de los barrotes de la cama y consiguió sentarse en el suelo.
– Su vida no tiene misterio, Patik -dijo en voz baja-. Me da pena verlo así…
Bruscamente. El gordo se inclinó, atrajo al borracho contra sus rodillas y le habló con una ternura melosa y poco convincente.
– Si usted se dejara de joder con eso del comunismo el mundo sería nuestro, Quomo -dijo, y le dio una palmada en la mejilla. Iba a seguir el discurso, pero el otro lo apartó con un ademán de fastidio.
El gordo lo miró, furioso, y fue a llenar un vaso al lavatorio.
Lauri seguía la escena con curiosidad. El que estaba en el suelo intentó ponerse de pie, pero apenas consiguió quedar en cuatro patas. El gordo se acercó y le volcó el agua sobre la cabeza, de a poco.
– Lo voy a fusilar personalmente -insistió el borracho en un murmullo, mientras tiraba de una sábana para secarse el pelo. El gordo caminó hasta el espejo del ropero, miró la habitación como si acabara de entrar y se ajustó el nudo de la corbata.
– Irrecuperable -dijo, y se volvió hacia el caído-. No ponga los pies por allá, Quomo. Esta vez va en serio, si se nos cruza en el camino se va a lamentar de haber nacido.
El gordo arrojó el cigarrillo al lavatorio y desapareció por el corredor. Entonces el otro negro empezó a ponerse de pie. Había perdido un botón del saco y por la camisa entreabierta se le veía el ombligo. El agua le había enchastrado el pelo corto y enrulado. A lo lejos empezaron a sonar las campanas de la catedral. Lauri le alcanzó una toalla.
– ¿Se siente bien?
El negro lo miró de arriba abajo, se secó la cara y fue a echar un vistazo por la ventana. Se tambaleaba.
– Como… ¿éste no es el tercer piso?
– Cuarto.
– Ahora veo. ¿De dónde es usted? Lauri recogió el botón del saco y se lo alcanzó.
– Argentino, señor. Sudamericano. El borracho asintió, como si la precisión geográfica estuviera de más. Del bolsillo sacó una petaca y le dio un trago. Observó un instante al argentino como si tratara de descubrir de qué estaba hecho y luego salió al pasillo. No estaba listo para presentarse en sociedad, pero podía caminar solo. Antes de irse miró la cerradura destrozada, levantó el pulgar izquierdo y mostró una sonrisa de dientes perfectos.
– Felicitaciones por lo de las Falkland -dijo, y desapareció por la escalera.