Parado a un costado de la ruta, el cónsul se preguntó qué hacer ahora que el último ómnibus había pasado. Porque estaba seguro de que los comunistas no dejarían partir ningún otro transporte por el que la gente pudiera escapar al extranjero. ¿Entregar la plata y volver al consulado a esperar que O'Connell cumpliera su promesa de facilitarle el avión del Emperador? En ese caso fortalecería a los revolucionarios y cuando llegara a Buenos Aires los militares lo pondrían preso por complicidad con la subversión. Algo le decía que de un momento a otro por esa ruta desfilarían los primeros coches huyendo hacia Tanzania o Uganda y no se equivocaba. Sólo que ninguno parecía dispuesto a detenerse para recogerlo. Quizá no tenía el aspecto adecuado para hacer dedo a esa hora, o tal vez nadie estaba dispuesto a cargar una valija más en el baúl. Los autos iban repletos y a toda velocidad, sin prender las luces porque los fuegos de artificio no habían acabado todavía. Bertoldi ocultó la valija detrás de unos arbustos y apretó bajo el brazo el paquete con las cartas a Daisy. Pasaron varios coches más y también un autobús fuera de línea, y como nadie hacía caso a sus señas fue a ponerse en el medio del pavimento, con los brazos y las piernas abiertos, calculando la distancia para arrojarse a un lado sí el conductor no frenaba a tiempo. Desde allí vio venir, entre las ondulaciones del camino, un auto que le parecía conocer desde siempre porque sólo había uno así en Bongwutsi. El Rolls reflejaba en su trompa cromada los colores de1 las últimas bengalas que volaban sobre la ciudad.
Bertoldi corrió a la banquina y fue a esconderse detrás del arbusto donde estaba la valija: tenía miedo de que el inglés lo hubiera visto izar la bandera en el mástil de la embajada. Se quedó encogido mirando al suelo, un poro avergonzado. Había cumplido con su deber de argentino, pensó, pero ahora volvía a ser un hombre solo, abandonado, que tenia que cruzar la frontera por cualquier medio. No le quedaba mucho tiempo; metió la mano en el bolsillo del impermeable mientras avanzaba, receloso, hacia el asfalto. Cuando el Rolls apareció en la cuesta, a treinta metros, y pudo distinguir a Mister Burnett al volante, se paró sobre la línea que señalaba el medio del camino y empezó a abitar el pañuelo.