Lauri se preguntaba quién podría ser ese argentino desolado y triunfal, envuelto en un impermeable tiznado, con los dedos de los pies asomando por los agujeros de las botas, que cantaba a grito pelado al pie del mástil. Le extrañó que fuera un funcionario de los militares porque un negro le había dicho que cuando tenía dinero lo repartía entre los pobres. Advirtió con qué envidiable convicción entonaba el O juremos con gloria morir del final, y se dispuso a preguntarle si era él quién había hablado por radio después de Quomo. Antes de que Lauri pudiera decir algo, sin darse un momento de respiro el hombre ya estaba cantando otra vez Oíd mortales el grito sagrado y tiraba de la cuerda mientras la bandera ganaba altura sobre un fondo de destellos y explosiones fugaces. Cuando la enseña llegó al tope, Lauri sintió una rara emoción. Aunque Quomo le había encargado izar la enseña del proletariado internacional, pensó que no tenía derecho a arriar la otra que lejos de allí había sido deshonrada por los británicos. Dejó que su compatriota terminara con el Himno y vio cómo se agachaba rápidamente a cerrar la valija azul, bastante maltrecha, que tenía a su lado.
– ¿Así que usted es mi cónsul? -dijo.
– ¿Con quién tengo el gusto? -respondió secamente Bertoldi y miró la bandera roja que el joven llevaba hacia el mástil.
Lauri le dijo su nombre y lo miró a los ojos.
– ¿Es el cónsul o no es el cónsul?
– No, qué voy a ser… Yo soy Bertoldi, el empleado.
– Me pareció escuchar…
– Entendió mal. El cónsul es Santiago Acosta y se borró hace tiempo. Oiga, ¿no pensará colgar esa cosa al lado de nuestra invicta bandera?
– Lamento informarle que ya ha dejado de ser invicta.
– ¿Qué me quiere decir?
– Que los militares se rindieron.
Bertoldi lo vio tirar de la cuerda y estuvo a punto de golpear a ese hombre que parecía un linyera, pero se dijo que el gesto sería inútil porque las fuerzas de los comunistas eran superiores.
– ¿Usted es el que hizo el discurso por radio? – preguntó Lauri-. Le aseguro que tuvo momentos conmovedores.
– Dígalo si alguna vez vuelve a la patria. No agregue ni quite nada, cuéntelo nada más.
– ¿Eso de que nunca pudo bailar en el Sheraton también?
– ¿Dije eso? No, puede olvidar esa parte, estaba bastante alterado, imagínese.
Lauri ató la bandera roja debajo de la celeste y blanca y las izó juntas. Bertoldi miró a los costados.
– Me está poniendo en un compromiso, che. Déjeme decirle que no es de buen argentino reverenciar otra bandera.
– ¿Pero cómo? ¿Justo ahora se va de viaje?
Bertoldi miró la valija y sonrió, incómodo.
– Bueno, pensaba ir al frente.
– ¿A las Malvinas?
– Iba a intentarlo. Ya van para diez años que falto.
– Por ahí anda un oficial soviético tomándonos fotos.
– Si usted pudiera pedirle un juego… Dígale que es para un amigo.
– Me pareció que ese hombre venía con usted. ¿Es cierto que lo acusaron de cambiar plata falsa?
– ¿De dónde sacó eso?
– Lo dijo usted por la radio.
– No tenía con quién hablar, ¿sabe? A veces me sentía tan solo… Mi esposa murió aquí.
– Y la cancillería lo abandonó. También lo dijo.
– Lo siento. No cuente nada, entonces; no vale la pena.
– No tenga miedo. Voy a decir que peleó solo contra todos los ingleses.
– No le van a creer, a los comunistas no les cree nadie.
– Pensé que usted había participado del sublevamiento con O'Connell.
– Claro, pero a mí me estafó todo el mundo. Ese irlandés me dio plata falsa. Eso aclárelo si oye decir otra cosa.
– Vamos, hay que tomar el palacio.
– ¿Le van a quitar el avión?
– ¿Al Emperador? Le vamos a quitar todo, supongo.
– ¿Usted va a aprovechar el vuelo?
– A mí no me quieren en otro lado.
– No nos quiere nadie, eso es cierto. ¿De dónde sacó que perdimos las islas?
– Me lo dijo Quomo.
– No le crea. Ese tipo expropió hasta los bancos de las escuelas.
– Lo va a hacer otra vez.
– ¿No ve?
– En una de esas se lo encuentra por allá. Dice que va a sublevar las Malvinas.
– No le diga que me vio.
– Lástima. Me hubiera gustado tener con quien tomar unos mates de vez en cuando.
– Quédese con la casa, si quiere. Hay un par de sueldos a cobrar, también. Hable con Mister Burnett.
– Es posible que haya que fusilarlo.
– Antes pídale que avise al banco.
– De acuerdo. Si llega a Buenos Aires llame a mis viejos y dígales que estoy bien.
– ¿Les cuento todo?
– Todo no. Arme una buena historia.
– No diga que Daisy me dejó.
– Y usted no diga que me echan de todas partes.
– Un día, cuando esté solo, saque ese trapo del mástil, ¿quiere?
– Cuídese, Bertoldi.
– ¿El ruso nos sigue sacando fotos?
– No, ya se lo llevaron.
– Venga un abrazo-. El cónsul lo apretó con la poca fuerza que le quedaba. Cuando le palmeó la espalda, Lauri notó que estaba flaco como un espárrago y al respirar hacía un ruido de cañería atascada.
– Viva la Argentina, compatriota-dijo Bertoldi.
– Hasta la victoria siempre -dijo Lauri.